Cada que hablamos de nuestro primer viaje largo lo describimos como poco menos que un desastre. Y me parece injusto. Injusto porque a pesar de ser la primera aventura de varias semanas fuera de casa, a miles de kilómetros, regresamos sanos, salvos y juntos. Porque en esa ruta entre Cali, Colombia, y Buenos Aires, Argentina, nos pasó de todo y todo lo pudimos superar a fuerza de ideas y apoyo mutuo. Y porque de no haber sido por esa aventura tal vez nunca nos hubiera picado el bicho de los viajes que hoy nos tiene dedicados de tiempo completo a recorrer los caminos y contarles un poco de las enseñanzas que nos dejan esas experiencias.
Eran las primeras vacaciones luego de dos años de haber iniciado nuestra vida laboral. Yo tenía 25 y trabajaba en la sala de redacción de un diario. Lina, 23, trabajaba en el área de información de una planta de lácteos. Compramos dos mochilas, las llenamos hasta el tope y nos fuimos sin rumbo fijo, sin reservas y sin la menor idea de lo que nos íbamos a encontrar en el camino. Era imposible saber que en el camino de Lima a Cusco, luego de 23 horas de viaje, la silla del segundo piso del bus donde íbamos se rompería y nosotros iríamos a parar al primer piso. Ni que Lina quedaría inconsciente y que tendríamos que pelear con el chofer para que pagara los gastos del hospital. Ni que en Bolivia casi nos congelaríamos a -20 grados entre Uyuni y Villazón. Ni que un cajero electrónico averiado se quedaría con 400 dólares de nuestro presupuesto y los del banco nos mandarían a resolver el problema a Colombia. No había forma de saber por qué si conocíamos lugares, culturas y personas maravillosas, pasábamos peleando.
Hoy, vista con la benevolencia del retrovisor del tiempo, creemos que esa experiencia fue necesaria para conocernos de verdad, para tener la oportunidad de ver al otro tal como es y decidir si esa persona con la que recorrimos miles de kilómetros sin más compañía era o no el amor de nuestras vidas.
Y aquí estamos. Diciéndoles que un viaje puede ser el punto de quiebre de una relación: disfrutamos de las aguas calmas y los días soleados pero, en la tormenta, si no remamos juntos nos hundimos.
Le pedimos a siete parejas de blogueros de viajes que nos contaran experiencias difíciles de sus travesías dando vueltas por el mundo de la mano de la persona que aman. Nos abrieron sus vidas para contarles a ustedes historias de la vida real, protagonizadas por personajes que del otro lado de la pantalla se sospechan inquebrantables por su estilo de vida, pero que ríen, gozan, aman y sufren en iguales proporciones que cualquier otro.
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Comenzamos a viajar juntos cuando apenas nos conocíamos, llevábamos juntos 6 meses y decidimos irnos por Sudamérica a sufrir como condenados un viaje de poco presupuesto pero muchas ganas. Creo que aprendimos muchísimo el uno del otro, pero algo sí que aprendimos rapidito fue que para viajar en pareja hay que respetar los espacios de cada uno y eliminar de la mente esa imagen de «vamos juntos a todos lados».
En Chile casi nos mandamos a la mierda, bueno, de hecho nos mandamos a la mierda. Haciendo dedo nos pasamos dos veces del destino y en el último coche dejamos toda el agua que teníamos (en medio de la carretera austral donde no hay NADA). Al bajarnos nos pudo el estrés y después de una discusión Jesper caminó hacía su derecha y yo hacía mi izquierda. Caminamos en dirección contraria unos 20 minutos, (al menos yo) y luego volvimos ambos al punto de encuentro con los humos bajados y más tranquilos… Podríamos no haber vuelto, podría haber vuelto uno y el otro no, pero mira, lo hicimos. Ya han pasado casi 5 años desde ese momento y aquí seguimos.
Consejo: aprendan a darse espacios, no todo tienen que hacerlo juntos, los silencios son importantes.
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«Tengo el dinero suficiente como para dejar de trabajar y vivir cómodamente por el resto de mi vida. Suponiendo que me muera mañana.» No, no es un chiste. Y jamás fue un secreto que nuestros recursos eran limitados. Queríamos viajar sin fecha de regreso, así que tocaba administrar y estirar el dinero lo más posible.
Estaba todo fríamente calculado, al menos eso creíamos. Los primeros 2 meses fueron idílicos; incluso rompimos nuestro propio récord como los mejores ahorradores y hasta encontramos la manera de generar algunos ingresos extra. Pero el tercer mes llego cargado de retos económicos y con ellos llegaron los pleitos.
La inexperiencia, lo extremo de las emociones que genera el viaje y lo ceñido del presupuesto comenzaron a hacer estragos en la relación.
Nuestras ideas sobre en qué y cómo gastar el dinero no coincidían. Caímos en el extremo. Por un lado yo cometí el pecado de restringir los gastos a lo exclusivamente necesario y Pedro por el otro, peleaba y abogaba por destinar gran parte del dinero a diversión y entretenimiento.
Lidiamos como nunca antes, guerras absurdas que nos pusieron al borde de la separación.
Tocar fondo y hablar de viajar por separado nos abrió los ojos. No estábamos dispuestos a que el dinero destruyera en algunas semanas, lo que tanto nos había costado construir. Y entonces, ¿Qué hicimos?
Lo único que un adulto civilizado puede hacer: hablamos, expusimos nuestros puntos de vista, reconocimos los errores y pusimos manos a la obra. CEDIMOS y aunque el camino no fue sencillo encontramos el equilibrio exacto para viajar con poco presupuesto, pero sin dejar de lado la diversión.
Después de nuestra experiencia lo mejor que podemos aconsejarles es que no pierdan la calma. Cuando la modalidad de viajeros se activa, las emociones se intensifican a niveles jamás imaginados, así que hay que tener mucho cuidado con lo que sale de nuestra boca.
Antes de tomar decisiones extremas o de iniciar una pelea campal, hablen y aprendan a escucharse el uno al otro. Muchas veces la solución está frente a nuestras narices y la molestia no nos deja verla.
Finalmente y aunque suene muy cursi, dejen que el amor diga la última palabra. Después de esta situación confirmamos no solo lo mucho que nos amamos, sino también que a donde quiera que vayamos solo nos tenemos el uno al otro y que definitivamente, valemos mucho la pena.
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Todo por una pizza
Con Ale nos conocimos en 2012 y la primera charla que tuvimos fue sobre viajes: los que hicimos cada uno por su cuenta y los viajes que iban a venir, sin saber que ese mismo año nuestros destinos, amor e itinerarios se cruzarían. Viajar en pareja implica conocer al otro, sus tiempos, angustias, sus momentos, sentarse a negociar. ¿Es difícil? Claro.
Uno de los momentos más terribles, de mayor angustia, de extremos, de ponernos a prueba surgió a partir de una pizza. ¿Cómo? En junio de 2014 volvíamos de una excursión a Machu Picchu y la verdad es que habíamos comido mal, la comida del tren había sido mala. Al estar acostumbrados al formato bodegón fue un golpe duro.
Casi desvanecidos llegamos a Cusco cerca de las 22 –habíamos salido a las 4am- con mucha hambre. Lo trágico: estaban los restaurantes y supermercados cerrados, incluida la cocina del hotel y el frío era un impedimento para salir al mundo exterior. Encima en una jugada maestra solo habíamos llevado fruta para el paseo: tres mandarinas para dos personas y para colmo Ale no come fruta.
Llamamos a una pizzería y no traían el pedido hasta el hotel, lo peor es que el local estaba en la otra punta de Cusco. En síntesis, fuimos a la cama sin cenar lo que desencadenó en un “escándalo”. Ale se angustió al punto del llanto y yo cerré los ojos hasta la mañana siguiente. Esa noche discutimos por algo tan banal como un disco de masa con queso, salsa de tomate, y según el lugar del mundo aceitunas. Aprendimos mucho a partir del deseo de comer una pizza y la falta de una respuesta de ocho porciones. Lo bueno es que en el desayuno nuestros ánimos y estómagos se reconciliaron. De eso se trata viajar en pareja, de lo cotidiano, de ponerse en el lugar del otro, de entenderse. De todo se aprende, hasta de una pizza.
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Hace 6 años que estoy con ella y viajo con ella. -Algunas veces nos peleamos, como toda pareja, pero después volvemos a amigarnos. Una de las últimas veces que nos enojamos fue en Venecia, porque ella tenía hambre y quería comer en esos restaurantes donde te arrancaban la cabeza, y yo quería pasar el mediodía entre mate, pan y fruta.
Ella se enojó y se fue caminando rápido entre toda la multitud de personas que estaban en Venecia, y a los pocos segundos la perdí de vista entre el mar de gente y los pasillos angostos de una ciudad de juguete sin lugar para moverse. Los pasillos eran un tetris humano, todas las piezas encajadas y algunos lugares vacíos solo de casualidad porque no se había podido meter nadie ahí. Creo que pasó como una hora sin encontrarnos, y buscarse por entre ese laberinto que son las calles de Venecia no era nada sencillo. Era el medio día, y yo ya me imaginaba que la iba a encontrar recién a las 9 de la noche, para irnos a Austria en el tren. Estaba caminando un poco perdido, hasta que a lo lejos, entre mil personas, la vi que me había visto y venía a mí. – Te perdiste, me dijo. ¿Hacemos las paces?
A mí se me hace difícil ceder por momentos. Y ahí hicimos las paces, fuimos a comer a un lugar pero no tan caro, y seguimos el viaje juntos. Aprender a ceder y comprender al otro es muy importante, desde ambos lados.
Si quieren leer un hermoso post en donde hablo sobre mi viaje con ella, pueden verlo aquí
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Mi pareja y yo somos totalmente distintos. Yo una volada y él quien tiene los pies en la tierra. Pero la tierra es mi pasión, ya que soy ingeniera civil y estoy muy interesada en las construcciones con dicho material.
Nuestro viaje por Asia traté de orientarlo a países donde encontrara este tipo de construcciones tanto antiguas como modernas. Y así fue que escuché de un pueblito llamado Garmeh en Irán, que quedaba en medio del desierto y estaba construido enteramente con barro. Lo que no tuve en cuenta es que Garmeh en farsi significa calor, y que nos estábamos dirigiendo allí en pleno verano. Le dije a mi pareja que era cerquita, pero nos demorados siete horas en bus, y nos nos dejó en aquel pueblo sino en otro lugar más grande a una media hora de allí. El taxi para llegar nos costaría lo mismo que el bus. Así que hicimos dedo y el unico vehículo que pasó nos llevó, acurrucados entre cañerías. En esas circunstancias el enojo comenzaba a crecer en mi pareja.
Al llegar parecía un pueblo fantasma. No había nadie ni nada. Y la única hostería estaba cerrada por estar fuera de temporada. El cuidador nos contó que la gente del pueblo se va en verano porque el calor es insoportable. Pero nosotros allí estábamos.
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Nos dejó dormir allí sobre la alfombra y comimos unas galletas. Y ahora sí mi pareja se enojó como nunca en el viaje. Diciéndome que a donde lo llevé, que allí no hay nada y que soy una caprichosa. Que al día siguiente me despierte a las 6 de la mañana para ver el pueblo y que a las 9 nos iríamos haciendo autostop.
Recorrí mi pueblo de barro abandonado durante unas horas y partimos. Con la idea de caminar varios kilómetros en el desierto ya que no había un alma. Ese desafío hizo que se nos pasase el enojo cada vez que veíamos un auto milagrosamente y nos acercaba unos kilómetros a nuestro destino. Pero cuando llegamos finalmente después de que 8 vehículos nos ayudaran, y de pasar unas 8 horas en la ruta, el logro fue tan grande que se convirtió en nuestro lema cuando hacemos autostop: «si salimos a dedo de Garmeh podemos hacer dedo en cualquier lado».
A partir de ese día, si hay algún lugar exótico y complicado al que quiero ir, voy sola y él me espera en la ciudad más cercana. Uno no tiene que dejar de hacer lo que le gusta, y el otro no tiene que estar obligado a ir a un lugar al que no quiere ir.
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Nuestro primer viaje juntos. Chef Chaouen, Marruecos. Siempre nos referimos a este primer viaje en pareja como nuestra pequeña luna de miel. Una luna de miel a la que se quiso sumar un tercero.
Conocimos a Mohamed en su tienda de souvenirs. Nos invitó a té y charlamos un rato. Cuando nos despedimos nos invitó a cenar con su mujer un Tajin (comida típica marroquí). Dijimos que sí sin pensarlo.
Cuando llegamos a su tienda por la noche, el Tajin estaba sobre la mesa y su mujer no estaba. Nos sentamos a comer y él se ubicó en medio de ambos. Empezó a describir nuestro hermoso cuerpo y tocarnos las piernas. Luego nos pidió que le enseñáramos el ombligo. Comenzó a abrazarnos y darnos besos en la cabeza. No sabíamos dónde meternos.
No hubo forma de atajar la situación así que tuvimos que decir que nos teníamos que ir inmediatamente. Salimos por la puerta y corrimos sin pausa hasta la puerta del hotel. No pudimos charlar sobre lo sucedido hasta pasadas un par de horas. Fue una de las situaciones más incómodas que vivimos en nuestros 5 años de viaje
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Llegando a Ouro Preto, Brasil, el camionero que nos había levantado unos kilómetros antes nos dejó a las afueras de la ciudad en plena noche. Donde nos dejó no había ninguna parada para tomar un bus local, solo una ruta con una banquina muy angosta y todo oscuro. Ningún auto nos veía y era obvio que no iban a parar aunque hacíamos todos los gestos posibles. Seguimos caminando porque ya no podíamos volver atrás, lo mejor era seguir y esperar que el pueblo aparezca rápido en algunas de las curvas.
En un momento un auto que iba para el otro lado dio la vuelta y nos ofreció llevarnos sin cobrar. Tres hombres dentro de un auto de dos puertas (es decir sin posibilidad de bajarnos cuándo quisiéramos). Prácticamente no nos entendíamos por nuestro rústico portugués y las luces del auto nos encandilaban así que ni siquiera podíamos verle la cara a esas personas. No nos gustó nada la situación, como podíamos nos mirábamos entre nosotros y nos dábamos cuenta que ninguno confiaba.
Si uno de nosotros hubiese estado decidido, el otro se hubiese dado cuenta y habríamos accedido. Pero en esta ocasión sinceramente teníamos miedo y le dijimos que no. Insistieron y le volvimos a decir que no. El auto arrancó y volvió a tomar su dirección original, hacia afuera del pueblo. Seguimos caminando con más miedo y a los pocos minutos se largó una tormenta que nos empapó por media hora. Fueron cuatro kilómetros con las mochilas, de noche, con tormenta eléctrica, en un lugar que no conocíamos.
Fue sin dudas el peor momento de nuestra vida itinerante: tuvimos mucho miedo, nos mojamos como nunca y como si eso fuera poco, tuvimos la tentación de aceptar una ayuda que nos puso en un dilema. Sin embargo, de ahí sacamos un aprendizaje que nos quedó para siempre. Algo así como un código interno para tomar decisiones en situaciones imprevistas. Si uno de los dos toma una iniciativa, el otro lo acompaña (incondicionalmente). Pero si ninguno de los dos da el paso adelante es porque no estamos convencidos y entonces dejamos las cosas como están.
Viajando o sin moverse de casa, una pareja debe funcionar movida a fuerza de respeto, comunicación, detalles y admiración por el otro. Seamos francos: ¿quién más nos va a acompañar a cometer semejantes locuras si no es la persona que nos ama y a la que amamos? Los amores viajeros hacen que esta vida se pueda vivir de una manera especial.
Amor es lo que necesita el mundo.
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2 comentarios
Claro que es así chicos. Muchas gracias por su participación. Un abrazo y nos vemos en los caminos del mundo
Lindo compilado para demostrar que no todo es color de rosa. Viajar en pareja es como todo, tiene sus momentos buenos y sus momentos malos. Para nosotros la clave es superar los momentos de tensión y aprender para la próxima. Gracias por dejarnos compartir un poco de nuestra historia. ¡Abrazos!