En la primera parte de esta historia te contábamos cómo nos quedamos varados en Tailandia en medio de la pandemia generada por el coronavirus, cómo se nos agotaron los recursos para mantenernos y quedamos abandonados a nuestra suerte por el Gobierno Colombiano que nos retiró su apoyo luego de cerrar los aeropuertos e impedirnos regresar a casa.
Si no has leído el principio de este relato, léelo primero aquí para que entiendas bien todo lo que vamos a contarte en este post.
No definiría en este texto la casa de Amanda como un lugar habitable para visitantes, y si ella leyera esta historia seguro estaría de acuerdo conmigo. Tiene una sola habitación con una sola cama para ella y sus 20 perros, una sala de estar pequeñita con una silla doble de madera, sin cojines, y una mesa que podría servir para trabajar pero sólo es útil si quien la usa se sienta en el suelo. Un estante con dos mancuernas de cinco kilos abandonadas al polvo. Cocina pequeña, trastes aquí y allá, nubes de moscas. La casa está rodeada de un jardín inmenso por el que los perros andan libres la mayoría del tiempo. Junto a la ventana de la habitación de Amanda, el goteo del aire acondicionado en la tierra genera un pozo de barro en el que varios de sus perros se refrescan del calor que asfixia: huellas de barro por todo el piso. Dice Amanda que quisiera acondicionar el lugar para voluntarios, pero entre las clases, los perros, el refugio, las visitas al veterinario y los quehaceres de su día, no le ha sacado tiempo. Nos da la ubicación de la casa de Marta, otra extranjera que está dispuesta a alojarnos mientras dure nuestro trabajo en el refugio.
Hogar, dulce hogar
Marta, Polonia, unos 35 años. Es instructora de yoga, da clases online de inglés a estudiantes chinos y tiene destreza con la máquina de coser que le permite hacer una que otra cosa para ganar un dinero extra para mantenerse. La vimos cosiendo bolsos para cargar la colchoneta de yoga que le vende a sus alumnos, compañeros y conocidos. Salió de su ciudad natal en Polonia hace 16 años y no quisiera regresar porque, según cuenta, el gobierno de su país es cada vez más retrógrado y la mentalidad colectiva de la sociedad polaca retrocede a grandes pasos en cuanto a derechos y libertades colectivas e individuales. Eso, y que es vegetariana, tenemos en común con nuestra anfitriona. Mientras nos da un tour por la casa y nos muestra la habitación donde vamos a dormir, nos cuenta que dentro de dos días debe marcharse a un retiro de yoga en Koh Panhgan, que estará allí seis semanas y que la casa será toda nuestra cuando se vaya. Nos podremos mudar al cuarto principal con baño privado, aire acondicionado, vestier y cama king size.
Recorremos la casa detrás de la polaca en silencio, cruzando esas miradas con las que muchas veces nos decimos que no podemos creer la suerte que reviste nuestro viaje. Esta noche será la última en las cuatro paredes que ya nos ahogan en el hotel. Mañana el nuevo sol nos verá abrir las puertas de esta casa campestre de dos pisos construida completamente en madera, rodeada de un bosque enorme lleno de inmensos árboles de mango, palmeras, plantas de banano y muchas flores. Ah, y sistema de riego automático. Una sala de estar con paredes de vidrio y angeo para no perder contacto con la naturaleza, una zona para trabajar, hamacas arriba y abajo, cocina equipada, cuarto de lavandería.
Puede usted, amigo lector, llamarle a esto un golpe de suerte; y en parte estamos de acuerdo. Pero ya el camino y la vida de vagabundos errantes nos ha enseñado que momentos como estos, en los que cuerpo y alma vuelven a brillar después de atravesar caminos largos de oscuridad, no son más que inevitables premios al aguante y al hacer lo posible por avanzar por un camino de optimismo, recorrer un sendero propositivo aún en medio de la crisis. Desde mañana empezaremos a cobrar nuestra recompensa por haber aguantado con agradecimiento por estar bien así nuestro viaje haya tomado otro rumbo, así nos hayamos quedado varados. Supimos surfear sobre los escombros sin convertir nuestro discurso en un rosario de quejas, tocando puertas, pidiendo ayuda y ayudando a otros desde el amor a la vida. Buscamos un trabajo para ayudar a estos seres desprotegidos y fueron ellos los que nos salvaron.
Entre la casa de Marta -que desde ahora llamaremos nuestra casa-, la casa de Amanda y el refugio, hay una distancia de unos 35 kilómetros en total, y no hay transporte público para moverse de un lugar a otro. Así que, después de un plato generoso de fruta fresca, nuestro último desayuno en Chiang Mai, fuimos a alquilar una moto para el próximo mes por un precio de dos dólares diarios. Amanda nos recogió en su carro para llevar las mochilas y nos dejó instalados en nuestra nueva casa. El día se vistió con sus mejores galas para darnos la bienvenida a la libertad nuevamente: aire puro, cielo azul y nubes definidas como copos de algodón gigantes y sol resplandeciente que hacía brillar de felicidad todos esos tonos de verde.
Marta nos acondicionó la habitación temporal con una onda jipi que nos sacó de inmediato de la rigidez de las cuatro paredes blancas del hotel, adornada con luces tenues, cobijas de colores, telares de elefantes salpicados de colores y velitas de incienso. Dos días después se marchó a su retiro de yoga en las islas del sur y de inmediato nos mudamos a esta habitación increíble que ven en esta foto aquí abajo.
Vida de perros
Llevamos una semana trabajando en el refugio. Aunque ha sido más movido de lo que esperábamos, nos hemos divertido mucho y le hemos dado una inyección de emociones a nuestros corazones que antes solo palpitaban al ritmo apagado del encierro. Asistimos a reuniones con Amanda para planear las estrategias de comunicación, mejoramos los canales de donación del refugio y de inmediato Lina acomodó la página web que lucía desordenada y poco funcional para los usuarios. Nuestra comunidad de Instagram nos ayudó a seguir su cuenta y en dos días pasaron de 80 a 400 seguidores. Visitamos los perros, les tomamos fotografías lindas como las que han visto en este post y jugamos mucho con ellos.
Entramos de jaula en jaula a saludarlos, acariciarlos y decirles cosas lindas en el idioma que ellos mejor entienden, el idioma del amor sincero. Acompañamos a Amanda a llevar los enfermos al veterinario y la convencimos de hacer una eutanasia a una perra repleta de tumores con un cáncer terminal que la tenía sumida en un sufrimiento insondable. Por las creencias budistas, nos dijeron, no se practican eutanasias hasta que el paciente pierde las ganas de alimentarse y beber agua por su propia cuenta, y esta perrita raquítica la mantenían atada a su sufrimiento porque no quería dejarse morir de hambre. Al final, la acompañamos en su último adiós con una sobredosis de anestésicos inyectados en la vena de su pata.
Visitamos a Yoyo, una perrita que había sido adoptada recientemente para promover este acto de bondad entre la comunidad de seguidores de la página y miembros de grupos de expatriados y animalistas en Chiang Mai. Atestiguar la felicidad de este animalito fue un espaldarazo de aliento para seguir dándola toda en esta labor caritativa por la que nos levantamos cada mañana.
Y en medio de toda esta labor, llegó a nuestras vidas Indy.
Indy, 13 años, Golden Retriever, padres estadounidenses, abandonada. Llegamos a su casa luego de conducir por un vecindario de mansiones lujosas, acudiendo al llamado de una pareja que escribió al refugio pidiendo un hogar para esta ancianita sorda, porque debían regresar a su país y no podían llevarla. Decían también que el veterinario les había advertido qué, de intentar llevársela, la perra podría morir en el vuelo porque su viejo corazón no aguantaría la presión ni la altura del vuelo. Nos reciben muy amables, Indy hace parte del comité de bienvenida y se deshace en mimos. Los dueños de Indy dan las recomendaciones, entregan sus platos, sus cepillos para el pelo y el carné de vacunaciones al día. Mientras se desarrolla la escena recuerdo las últimas despedidas que nos dimos con nuestros viejos amigos, Gandalf, Limber y Campana, que murieron en nuestra ausencia mientras estábamos en algún lugar alejado del mundo. Por supuesto, nadie está exento de vivir una situación semejante. Lo reprochable de esta pareja es el hecho de haber entregado a Indy al cuidado de un refugio, sin saber en qué condiciones va a vivir, quién va a quedar a su cargo, cómo van a ser sus últimos días. Como quien abandona a su abuela en la puerta de un asilo esperando a que un alma bondadosa se apiade y se haga cargo de la responsabilidad que le fue designada por ley básica de la vida. Nuestros tres perros quedaron en nuestra casa y pasaron sus últimos días rodeados de amor, a cargo de nuestra familia que los había querido y cuidado siempre.
Mientras aparece una familia que le quiera dar un hogar, Indy compartirá su tristeza con nosotros, que bastantes ausencias hemos cargado durante la última etapa de este viaje pero sabemos de sobra que la vida se hace menos difícil cuando uno recibe cariño. La primera noche con la Golden en casa nos despertó a la madrugada un baldado de sudor luego de un corte en la electricidad. Lina se levantó a revisar cómo estaba nuestra nueva inquilina y no la encontró: seguramente salió de la casa a orinar y se perdió; fue fácil encontrarla en medio de un matorral por su respiración agitada. Luego del incidente Indy ha sido un motivo inmenso de felicidad en nuestros días, nos hemos acostumbrado a estar juntos, salimos a pasear y jugamos con ella varias veces al día.
Pero nuestra labor no es acostumbrarla a nuestra presencia sino encontrar una familia responsable que llene el vacío que le dejaron sus anteriores amos. Ya lanzamos en las redes el aviso de auxilio con unas fotos preciosas, recibimos una solicitud de adopción de una familia hermosa que ya fuimos a visitar. Viven en una casa enorme, espaciosa y llena de zonas verdes. Tienen otros dos perros rescatados y se llevaron bien con Indy desde el primer minuto.
Mientras tecleo el final de esta larga catarsis en medio de la pandemia esperamos a que Luke y Patty, la nueva familia de nuestra nueva amiga rubia, vengan a recogerla. Indy se levanta tras una suma de esfuerzos de su cadera vieja que ya no puede perseguir más mariposas en el campo. Me trae la punta de su hocico mientras escribo: sus ojos son dos preguntas húmedas que indagan por la vida que ya no tiene; no terminan de entender quién es este al que están mirando desde hace tres mañanas en las que canta el gallo que no puede oir. Su cola peluda se agita, me interroga y no respondo. Alejo los dedos del teclado para recorrer su piel dentro del pelaje que algún día fue rubio como el oro y hoy se marchita en canas que esconden sus verrugas. Sus orejas no se paran cuando se abre el paquete de galletas: hace algunos años perdió el oído. Somos dos soledades que se acompañan, dos almas que se salvan mutuamente mientras respiran esta ráfaga hirviente de incertidumbre.
Desde que elegí llamarme viajero mi conexión con los perros callejeros ha crecido hasta el punto de sentirme identificado con ellos. Viajeros incansables, buscadores de pan y cariño que explotan al máximo la felicidad de compartir con un nuevo amigo y siguen su camino apuntando su hocico hacia un nuevo horizonte desconocido. Curiosos hurgadores de callejones, almas que deambulan sin destino, patas incansables impulsadas por la esperanza. Vagos sin amo, almas libres, ojos gentiles.
Una pandemia unió nuestro camino con miles de ellos, llegaron a escribir esta historia, estiraron su pata salvadora para sacarnos del pozo.
Los nuevos dueños de Indy están en la puerta; una vez más debemos despedirnos de un ser que aprendimos a amar en poco tiempo. Estamos felices por ella, por haber sido parte de su nueva oportunidad. Y agradecidos, claro. El mundo se sigue mostrando como ese lugar diverso que tiene en común infinitas formas de amor y bondad.
“No se pongan tristes chicos, a ella la pueden visitar cuando quieran y yo les voy a llevar nuevos perros a su casa para que los acompañen y los quieran. Perros es lo que hay”, nos dice Amanda.
Nuestra casa, repetimos nosotros.