Cada mañana, cuando el sol se eleva sobre las aguas del Río Dulce, sus rayos le arrancan la oscuridad a una casa verde que pareciera emerger sobre el inmenso caudal. Decenas de monos aulladores fungen como ese despertador puntual programado por la naturaleza, y con sus rugidos sacan del mundo de los sueños a los más de 250 niños y niñas que descansan en el lugar.
La escena se repite todos los días desde hace casi 30 años en Brisas del Golfete, una remota aldea de la región de Izabal, en Guatemala. Los protagonistas son cientos de pequeños que un día salieron de sus casas como víctimas de malnutrición, maltrato, abandono y abuso sexual.
En la fachada verde puede leerse en grandes letras amarillas la inscripción “Casa Guatemala”, nombre de la institución creada por una pareja de canadienses viajeros con el objetivo de ayudar a las víctimas del terremoto que devastó al país en 1976. El paso de los años y la llegada de la guerra civil hizo que su labor social se enfocara en las miles de víctimas de las balas y la violencia, y cuando se firmó la paz esta ONG empezó a recoger las cenizas aún ardientes que estaban consumiendo la sociedad guatemalteca. Hoy está más viva que nunca.
Antes de que la primera luz de día se cuele por las ventanas de los dormitorios, en las dos grandes casas que separan a niños y niñas ya se han formado largas filas para tomar la ducha matutina. Afuera se alinean una vez más para tomar el desayuno y el resto del día lo reparten entre clases y juegos con sus amiguitos. Las sonrisas que quieren escaparse de sus rostros. Ellos aún no tienen conciencia para entenderlo, pero esa felicidad es la otra cara de la miseria con la que el mundo les dio una triste bienvenida.
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Los casi ocho años que duró vivo, Filisteo habitó el país que más helicópteros tiene por cantidad de habitantes en el mundo. Seguramente vio varios, aunque nunca voló en uno. También es muy probable que haya visto alguno de los lujosos yates que navegan por Río Dulce, donde fue muy feliz viviendo con otros niños a la orilla de ese caudal que desemboca en el mar Caribe.
Filisteo nació y vivió en Guatemala, un país donde las desigualdades abismales son el pan de cada día: algunos tienen Ferraris, yates y helicópteros, mientras a muchos otros ni para el pan les alcanza. A él lo parió la pobreza y fue alejado de su hogar y su familia con la esperanza de encontrar oportunidades que sus padres vieron imposibles desde la primera vez que escucharon su llanto.
En Casa Guatemala encontró la puerta abierta que miles de niños de tres generaciones han cruzado. Era un niño feliz al que le gustaba compartir juegos con sus amiguitos y aprender de sus maestras. Pero nunca pudo superar la fobia incontrolable que le producían los monos aulladores que revoloteaban y gritaban afuera de su salón de clases y de la casa donde dormía con sus compañeros. Tuvo que volver con los padres que nunca conocieron otra forma de vivir más que trabajando el campo desde niños. Filisteo dejó sus clases en Casa Guatemala y a sus escasos siete años y medio de vida volvió a ser un niño trabajador.
Durante una jornada de trabajo el pequeño Filisteo fue sorprendido por una serpiente barba amarilla que le causó una mordida letal en su entrepierna. En Guatemala la falta de oportunidades es venenosa y mata más que muchas serpientes.
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¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Hablas español? ¿Ella es tu hermana? ¿Por qué tienes el pelo tan largo? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? ¿Cuál es tu país? …
Las preguntas nos llegan como ráfagas disparadas desde todos los flancos, una tras otra sin pausa. Tenemos que mirar hacia abajo y en ocasiones agacharnos para responderlas. Quienes preguntan también abrazan, jalan la camisa, se cuelgan del cuello, agarran las mochilas, dan besos, piden que los carguemos.
Son diminutos niños indígenas que no superan los ocho años de edad, y cuya estatura es muy inferior a la del promedio de un bebé de cinco años. En cada extraño que llega ven un amigo de otro mundo, alguien que trae algo que enseñarles desde el otro lado del río, que los va a hacer reír, que sabe juegos y canciones. Alguien con una tablet o un celular para escuchar una canción. Por unos cuantos días, Lina y yo fuimos sus nuevos amigos, les contamos sobre nuestra vida de viaje y compartimos con ellos nuestras experiencias recorriendo los caminos de América.
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Antes de contestar a la pregunta sobre un caso que le haya roto el corazón durante sus 18 meses de voluntariado en Casa Guatemala, Giulio Falchi, un italiano de 30 años, pierde sus ojos en el horizonte y guarda silencio. Cuando las palabras empiezan a salir, sus ojos azul celeste se llenan de lágrimas; son como dos piscinas que empiezan a desbordarse. Cuenta en su perfecto español que un día, en un supermercado, encontró una nevera llena de botellas de Coca-Cola con nombres personalizados en sus etiquetas. La primera inscripción que vio decía ‘Beto’ y de inmediato recordó a aquel niño sonriente y alegre que tantas veces corrió detrás suyo y sostuvo entre sus brazos.
‘Beto’ era el apodo del pequeño que un día salió de Casa Guatemala para morir en el campo mordido por una serpiente Barba Amarilla. El caso de Filisteo marcó la vida de Giulio.
La historia de este joven europeo con la institución, como la de muchos otros voluntarios de todas partes del mundo, inició escribiendo en Google las palabras clave “voluntariado niños Guatemala”. Cuando vio los rostros de todos esos niños indígenas y supo que podía aportar algo a sus vidas, utilizó el dinero que obtuvo de una beca universitaria y viajó a Guatemala cargado de regalos y curiosidad.
Entre más de cinco niños que lo rodean y se le suben como hormigas a un pedazo de pastel, este árbitro de fútbol e instructor de veleros cuenta que ese lugar cambió su vida, que los buenos recuerdos serán imborrables y que las experiencias difíciles de digerir lo motivan a seguir trabajando por los chicos. “La primera navidad que pasé aquí fue algo revelador para mí. Conocí la tradición de las posadas, las canciones que los niños cantan y lo felices que son con cualquier regalo”, contaba. “Porque en mi mundo los niños no son felices si no tienen un Play Station 4, y aquí la alegría viene de sobra con unos calzoncillos o un jabón nuevo”.
No le importaron los días lejos de casa viviendo en medio de la selva. Tampoco dejar lujos y comodidades, ni vestirse todo el tiempo con las mismas prendas para que los niños se sientan igual a él. Así como a Sandra Camilleri, una catalana de 23 años a la que no le importaron los piojos que se le prendieron, ni la fiebre de 38 que le produjo un bicho raro que le picó en un pie y la dejó incapacitada varios días. Los cientos de voluntarios que han pasado por Casa Guatemala dejaron su alma en el lugar a cambio de la felicidad de estos niños que encuentran en ellos unos guías y la muestra de que algo existe más allá de los lugares que en suerte les tocaron al nacer.
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Heather Graham recuerda como si fuera ayer la noche en que llevó a Casa Guatemala a la pequeña María Cordero, de nueve años, acompañada de sus cuatro hermanitos menores. Funcionarios de un juzgado los habían sacado de su casa para llevarlos a un nuevo hogar de paso. Y aunque no quiere referirse a las causas, cuenta con lujo de detalles que los cinco niños llegaron en medio de la oscuridad y cenaron un plato de huevos para calmar el hambre. Por primera vez probaban algo tan básico como la salsa de tomate. Hicieron una fiesta roja con la primera comida en su nuevo hogar.
Desde ese día han pasado casi 15 años, cuando Heather era una voluntaria más que llegaba con mucho ánimo de ayudar y de vivir experiencias diferentes a conseguir el carro de moda o las carteras de marca. Y no sólo los años han pasado. Esta canadiense pasó por todos los cargos operativos y directivos en los que se pudo involucrar en las funciones de Casa Guatemala y hoy es la directora general.
Heather día a día se encarga de realizar esa titánica labor que el Estado guatemalteco no fue capaz de lograr: garantizar que estos niños provenientes de 30 regiones del país tengan educación, vivienda, recreación y alimentación de calidad todos los días. Y ese trabajo no es poca cosa. Casa Guatemala se sostiene únicamente de las donaciones que terceros puedan hacer en diferentes partes del mundo. Mantener este hogar repleto de niños vale 400 mil dólares al año que tienen que salir de donde sea, porque el hambre no da espera.
Casa Guatemala se ha afianzado con los años como un proyecto autosostenible que genera una buena parte de sus recursos con proyectos propios, como su granja de animales y vegetales y un hostel restaurante cuyas ganancias van dirigidas completamente para suplir las necesidades del hogar infantil. No hay lujos, pero nunca faltan las tortillas, los frijoles y el arroz en las mesas. En Casa Guatemala los pequeños nunca se acuestan con hambre.
“Es un trabajo durísimo y estresante”, dice Heather; “pero las satisfacciones que obtienes no se pueden comparar con nada en la vida”, asegura. Y cuenta muy orgullosa que un médico que integra la junta directiva de Casa Guatemala creció y se educó en sus aulas. Y ella lo vio crecer. Igual que al abogado de la institución, y al lanchero que lleva a los maestros y hace los mandados. “Hoy son personas de bien, que tienen mucho que aportarle a la sociedad y serán padres responsables incapaces de hacer con sus hijos lo que un día les hicieron a ellos. Ahí es que vemos el valor de nuestro trabajo”, sentencia.
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La pequeña que una noche llegó de la mano de Heather a Casa Guatemala con sus cuatro hermanos hoy es una maestra dedicada, respetada y querida por sus estudiantes. Las aulas de clase donde cada mañana imparte conocimientos son las mismas donde hace quince años aprendió que la vida es una máquina de dar oportunidades. Sabe que la tiza que sostiene entre sus dedos y el amor que puede transmitir suelen ser un punto de quiebre en la existencia de cientos de niños que, como ella, son herederos de la desgracia social que arrastra su país.
Hoy a María la conocen como la Seño María, una mujer de menos de 1.60 metros de estatura y un alma tan gigante como su carácter.
La seño María prefiere no hablar de las causas que la llevaron a llegar aquella noche a Casa Guatemala. Prefiere contar que muchos de los buenos recuerdos que tiene en su vida los vivió en esa institución. Como las presentaciones de teatro en Río Dulce con sus compañeritos. O el día que conoció Semuc Champey en una excursión. O los paseos a Valle Dorado.
También prefiere decir que gracias a esa Casa verde que parece flotar en el río ella es hoy una mujer de bien, que sabe lo que es ganarse la vida y está construyendo su propia casa con su novio, con quien quiere casarse y tener dos hijos para quererlos, educarlos y respetarlos.
Sin embargo, la seño María dice que ni ella ni los miles de niños que han vivido bajo la sombra de esos árboles van a olvidar el profundo dolor que la vida les causó algún día.
¿Cómo podrá olvidar Jessica, su alumna de 12 años, que sus padres le grapaban la boca con ganchos para que no hablara ni llorara ¿Cómo podrá olvidar esa niña las marcas de las cortadas que le hacían en su rostro y en sus brazos? La respuesta de la seño María, mientras mira al suelo, es enfática: «nosotros no olvidamos, es imposible».
Pero María, la seño, es una agradecida con la vida. Porque ve que sus niños aprenden un poco más cada día. Porque sabe que trabajos como el suyo hacen que Guatemala cambie y ella está dispuesta a empeñar todas sus fuerzas vitales en su labor de entregarle a la sociedad guatemalteca gente de bien incapaces de repetir lo que sus padres hicieron con ella y sus hermanitos.
Las historias desgarradoras que escuchamos de cada persona con la que hablamos en Casa Guatemala contrastan con la belleza inmensa que esa selva atravesada por un río sirve como escenario. Haber llegado a aquel lugar fue una muestra más de que el viaje nos presenta esa vida sin disfraces, esa que los medios no se atreven a mencionar y la que los folletos turísticos tratan de ocultar.
Dejamos Casa Guatemala con un sabor agridulce en el alma, que pone en la misma moneda una cara de tristeza al ver como la vida se ensaña con unos, y otra de alegría por conocer el desinterés de otros que dejan todo y cruzan el mundo para aportar a la felicidad de un desconocido.
Si quiere ser voluntario o hacer donaciones a Casa Guatemala por favor consulte los procedimientos en su página web