Por Whatsapp llegó la noticia que temíamos desde el día de nuestra partida:
«Hijos ya vino Manuel (el veterinario) y dijo que al viejo no se le puede tener en esas condiciones. Lo siento mucho, no hay nada más qué hacer. Sé todo lo que lo quisieron y por todas las que pasó Lina para poderlo tener. Pero bueno, nos queda la satisfacción de haberle dado amor y buena vida. Mañana le ponen la inyección»
La que escribía era mi mamá, y el viejo del que hablaba era Gandalf, nuestro perro de 14 años de edad. Su muerte cerraba un capítulo bizarro de nuestras vidas, uno de largo aguante, tenacidad y amor incondicional por el animal que un día escogimos como compañero.
La tristeza llegó de la mano de aquel mensaje mientras estábamos en Cancún. Entre abrazos y lágrimas perdimos la esperanza del reencuentro con uno de los seres que más nos dolió dejar a la hora de emprender esta aventura.
El viejo Gandalf era un Pitbull Presacanario color barsino. Sus más de 40 kilos de peso, el tamaño enorme de su cabeza y el poder que revelaba su mordida lo convertían en una fiera temeraria a simple vista, pero bastaban un par de mimos de cualquier extraño para que se derritiera de amor a punta de lengüetazos, sobándose contra las piernas y los muebles o dando latigazos de allá para acá con su enorme cola.
El cachorro flaco y tímido que iniciando su vida rodó por varias casas como una mercancía que estorbaba mientras su dueño original encontraba un comprador, llegó un día a la vida de Lina para crecer como uno de los perros más incontrolables que ojos humanos hayan visto.
Su apetito insaciable lo convirtió desde pequeño en ladrón profesional. Era un prodigio del escapismo capaz de desafiar las leyes de la lógica en busca de ricos botines que disfrutaba sin importar los castigos que le esperaban. No había barrera que lo detuviera. Perdimos la cuenta de cuántos intentos vanos de rejas de madera hicimos para contenerlo.
Con la paciencia de un condenado a muerte que planea su fuga sabiendo que no tiene nada que perder, Gandalf trabajaba en sus escapadas día a día, mordida a mordida. Puertas de aluminio sucumbieron ante sus fauces, rejas tejidas en hierro, mallas metálicas... Su constancia solo podía equipararse al amor y al aguante irracional que su dueña le profesaba. Porque si algo interesante pasó en nuestras vidas durante nuestra transición de adolescentes a adultos, ese algo se llamaba Gandalf.
Todos los que nos conocían sabían de su endemoniado ser. Se hizo famosa entre nuestros amigos y familiares la historia de cuando el tierno perrito aprendió a abrir el refrigerador para robarse postres, frutas, verduras, huevos y cuanta cosa ingerible encontrara. Y ni hablar del día en que, al encontrar la nevera bloqueada para evitar sus asaltos, arrancó la puerta a fuerza de mordiscos que más parecían de un cocodrilo que de un perro.
Pero era nuestro amigo, el que queríamos y con el que habíamos hecho un pacto de vida, aún sabiendo que ni el mismísimo encantador de perros hubiese podido con él.
Le encantaban los paseos largos y su debilidad eran los juguetes, sobre todo esos que chillan al apretarlos. Las fiestas y reuniones de amigos en nuestra casa desviaban la atención hacia él, y siempre había tiempo para contar una vez más sus inverosímiles hazañas.
Sus últimos días fueron todo un lujo. Vivió en la finca con espacios grandes para andar a sus anchas y mucha gente que lo quería y lo cuidaba todo el tiempo. Corría entre patos, gallinas y gansos que no le temían y Manuel, su veterinario y gran amigo nuestro, le hacía visitas periódicas para chequear que todo anduviese bien con su salud.
Pero un día, hace un par de semanas, las patas traseras del viejito no respondieron más y quedó postrado sin posibilidades de recuperarse. El resto de la historia está resumida en un triste mensaje de WhatsApp.
Es difícil reflexionar y encontrar una respuesta que quite la tristeza cuando un amigo se va. Es difícil no sentir culpa por no estar. Es difícil pensar en el regreso y sentir su ausencia. Así como fue difícil despedirnos pensando en el momento que esta noticia nos sorprendiera en algún lugar entre Colombia y Alaska.
Pero los viajes, esta forma que elegimos de buscar la felicidad, representa para nosotros muchos sacrificios Y tal vez el más grande de todos sea el desapego y la lucha diaria entre seguir explorando lo desconocido y añorar lo que quedó en casa.
No es fácil despedirse de nadie y eso es lo que hacemos una y otra vez cada que subimos a La Jebi para continuar nuestro camino.
La vida sigue y experiencias como haber tenido a Gandalf con nosotros nos hace sentir privilegiados de vivirla. A pesar, aún, de la muerte.