Aún no ha amanecido pero ya se cuentan por decenas las personas que deambulan por los alrededores del estadio Libertad. El mítico estadio levantado a la falda del volcán Galeras que vio ascender al Deportivo Pasto en el 98 y el 2011, este día tiene las puertas cerradas al público y es testigo de piedra del peregrinar de miles que buscan todo menos fútbol. Son las 5:30 de la mañana. Aún no despunta el sexto día de la primera semana de 2018.  Pasto respira una calma indescifrable: cuesta saber si la gente que sigue llegando se acaba de levantar o aún no se acuesta. Es que anoche esa fiesta de los negros estuvo buenísima. Por eso doña María Luisa, mientras le da vuelta a las ocho empanadas de arroz, lenteja y huevo que se fríen en el caldero, nos dice que es mejor que vayamos rápido; porque ya mismito se van a quedar sin puesto. Los nueve grados de temperatura calan en los huesos.

Las calles están tapizadas con talco, como si acabara de desvanecerse un huracán de polvo blanco. No ha hecho presencia el primer rayo de sol y ya se ofrecen a gritos aguardiente, cerveza, latas de carioca, harina en tarritos con tapa, butacos de plástico a cinco mil, gafas de motociclista a diez mil para que no le caiga el talco en los ojos patroncito. Un tipo nos ofrece un puesto para ver el desfile a diez mil por cada uno y nos dice que está en oferta porque a las nueve van a costar cincuenta mil. Otros dos pelean a empujones: que porque yo tengo el derecho de cuidarle el puesto a mi familia y que porque no, que esos puestos los vas es a vender.

A dos cuadras de andar, gigantescos seres míticos emergen de la oscuridad como protagonistas del ritual que al iniciar cada calendario regenera el sentido de la existencia de todo este pueblo, entregado, desde que se acuerda, a su carnaval. La tenue luz del sol tempranero revela 20 carrozas que parecen sacadas del país de las maravillas de Alicia: sus pinturas dan la impresión de haber sido envasadas en una pinta de ayahuasca y son casi tan grandes como los postes de la energía.

Llegaron a la media noche y han estado rodeadas de cuadrillas de artesanos que pintan, clavan, cortan, acomodan, ponen, quitan, sueldan, pegan, miden, serruchan, cargan… Faltan 3 horas para que empiece el Desfile Magno, ciento ochenta minutos para que el trabajo de todo un año recorra cinco kilómetros frente a los ojos de cientos de miles de espectadores que estarán apostados en calles, andenes, puentes, balcones, techos, capós, carpas, camiones, carretas, camionetas, árboles, rejas, tarimas. El desfile de carrozas será la cereza en la punta de este pastel de carioca y talco.

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Luego de una fiesta como la de anoche y una madrugada como la de hoy, sentimos que las cuatro horas y media de sueño que nos dimos ahora son un privilegio. Hasta que me acuerdo estaba tocando Herencia de Timbiquí en la Plaza de Nariño ante un gentío incontable. Lina y yo nos hicimos turbantes con pañoletas para proteger el pelo. Teníamos gafas de motociclista de diez mil para que no le caiga talco en los ojos patroncito. Caras negras, sonrisas blancas. Justo el 5 de enero, día de los negros, estos músicos oriundos del Pacífico del vecino Cauca hicieron hervir esa noche tan helada con una canción que decía que soy negro porque África me dio esa bendición, y soy blanco por culpa de la colonización. Y todos bailaban, saltaban, daban vueltas, se pintaban la cara con cosméticos y convertían el aire en una nube de talco. Y hacían un trencito que se retorcía como una serpiente y jalaba gente y crecía más.  Y brindaban y guardaban su felicidad en ráfagas de selfies. Pura alegría colectiva. Para nada importó si no sabían que esta fiesta viene desde la época de la colonia, cuando los esclavos negros armaban algarabía en las calles de Pasto cada 5 de enero, único día del año en que sus amos les daban permiso para sentirse libres. Los negros inundaban los caminos con alboroto de tambores, convulsionaban sus cuerpos en danzas febriles y perfumaban el aire con el aroma de las comidas de sus ancestros. El anhelo de igualdad de los esclavos se representaba tiznando la cara de los blancos que se atrevían a salir a la calle el día antes de la celebración de Reyes. Era tanta la alegría que los blancos, insípidos por tradición, se despojaban de su estatus y se dejaban contagiar por semejante fiestón. Antes de pintarme la cara una chica me preguntó ¿pintica con cultura?

Debe ser por eso que en el Carnaval de Negros y Blancos uno no tiene color; porque no hay barreras: todos somos grises, fuimos igualados por la fiesta y la hospitalidad. Aquí, esta semana, todos somos uno: indios, negros, blancos, campesinos, citadinos, ricos, pobres, los de aquí, los de allá, los fiesteros, los calmados, los artistas y los vagos. Niños y viejos y hombres y mujeres y travestis y deportistas y discapacitados y el quechua y el español y el alemán y el gringo. Y la señora que se fue vestida de tiritas para que el frío la obligara a bailar toda la noche. Y el francés que nos contó que lo querían sacar del desfile si no pagaba el puesto y que la gente lo defendió porque el carnaval es también para los turistas y el espacio público es de todos. Y todos los demás. Todos nos despojamos de nuestras máscaras para pintarnos de blanco y negro y carioca con desconocidos; y gozamos entre todos como amigos de toda la vida. Anoche ejercimos la libertad, transgredimos las normas sin hacerle daño al otro, derrumbamos tabúes, admitimos excesos. No fuimos reprimidos.

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Diego salta y baila y da vueltas para que los espectadores de lado y lado de la cerca no se pierdan ningún detalle de su disfraz. Todo él se acaba en un metro sesenta y cinco, menudito. Carga una cabeza que lo cubre completamente y duplica el tamaño de su cuerpo: orejona, de boca abierta que le permite ver por dónde anda y un par de piernas que cuelgan de ambos lados. Sonríe para la lente y cuando el flash estalla su cara se deforma en muecas de incomodidad. Se detiene a beber agua y cae de rodillas: el peso de su disfraz lo aplasta como una cruz en la penúltima estación de un vía crucis. Pero no hay tiempo para pensarlo, menos para quejarse: dos metros atrás se desató una avalancha de comparsas y no se puede quedar si no quiere ser tragado por ese caudal de colores que se anuncia con tambores y flautas de bambú. Diego lleva 200 metros saltando y bailando y dando vueltas. Le faltan 4800. Es que pesa 38 kilos y no me he acomodado bien, dice, se pone de pie y arrastra sus alpargatas hasta alcanzar a sus compañeros mientras la gente lo aplaude. Todo terminará en unas seis horas. Acaba de empezar el Desfile Magno.

Como un pavo real en plena conquista, el folclor y las tradiciones pastusas abren sus alas cada 6 de enero en una autopista carnavalera que inicia en las inmediaciones del estadio y termina en la Fuente de la Transparencia, al final de la Avenida de los Estudiantes. Este año, el disparo de inicio sonó antes de lo esperado: son las once y, además de Diego con su armatoste macrocefálico, han desfilado unas brujas cabezonas con dientes afilados y brackets y tetas grandes. Una comparsa de hombres que llevaban, cada uno, un jardín infantil cargado sobre sus hombros. Una tropa de pastusos disfrazados de Vivaldi interpretando La Primavera en zampoña. Unos heavy metal vestidos de Alice Cooper cargando las imágenes de John Lennon y Elvis Presley. Y más disfraces, y más colores lisérgicos, y más músicos y más murgas y más comparsas.

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Aun bajo el peso de semejantes trajes, los danzantes lanzan dulces por doquier a los asistentes. A los que están a lado y lado del cerco, a la señora que me vio cansado de tanto tomar fotos y me dio un vaso de gaseosa, a los que se acomodaron debajo del puente vehicular y los que se colgaron de la baranda como indúes en el techo de un tren. Un niño ha gritado ¡Que viva Pasto carajo! a cada bailarín. El que cabalgaba un dragón se tomó una foto con él.

  • Allá vienen las carrozas papá.

Desfila orgullosa la quintaesencia de este pueblo, de la fiesta que los vuelve famosos en el mundo entero durante la primera semana de cada año: creyentes como son, los herederos de los indígenas Pastos no cargan en ningún momento los íconos de la ideología que los desposeyó. Solo felicidad dejó a su paso la marea de murgas, comparsas y disfraces que se paseó las últimas cuatro horas. Alguien dice por aquí que son 2500 las personas que desfilaron. Ya pasaron las diez mini carrosas de tracción humana. La más grande de todas, este año, mide 8 metros de altura por 16 de largo.

  • Sí hijo, allá vienen.

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Este Carnaval está lleno de historias que le dan vida y que cada año son recordadas para que la oralidad las rescate del olvido. Como la de la familia Castañeda, una familia de antioqueños que llegó a Pasto en 1939 cargada de cajas, armarios y animales enjaulados. Aparecieron en medio de una cabalgata y fueron acogidos por los jinetes como una diversión para promocionar el carnaval.

El 4 de enero la Familia Castañeda versión 2018 se paseó por la senda del carnaval dando la bienvenida a los turistas que escogieron a Pasto como su primer destino viajero del año. Como se hace desde hace 79 años, se les recibió con los gritos ¡Que viva la Familia Castañeda!, otros tantos ¡Que vivan los turistas! y el ultra repetido pero nunca gastado ¡Que viva Pasto carajo!

El carnaval es perfecto hasta para quienes no lo disfrutan. Darío, el taxista que nos llevó anoche al barrio Pandiaco, nos dijo que odia el carnaval porque no soporta el desorden. No aparenta más de 35. Pero como me gusta tanto la plata son las fechas en las que más trabajo. ¿Qué si hubiera un comité odiador del carnaval yo sería el presidente? Hace silencio, pisa el embrague y mete la tercera marcha. Pues le iba a responder que sí pero mejor no. Porque si se acaban ustedes los turistas también se acaba el trabajo.

Esa tarde, la del 5 de enero, fuimos testigos del proceso final de elaboración de una carroza. Los artesanos abren al público las puertas de sus talleres y dejan ver un poco de la labor titánica que acometieron hace más de cuatro meses.

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A dos cuadras del Parque Infantil, un búnker improvisado con fierros y polisombra blanca protege la carrosa Abya Yala, nombre con el que los indígenas Guna Yala bautizaron antes de la llegada de Colón todo esto que hoy se conoce como América. Adentro un camión está siendo revestido con piezas de icopor del tamaño del ataúd de un encestador de la NBA, talladas, bañadas de colores como de otra dimensión y con figuras que evocan a los ancestros andinos y parecen tener línea directa con la madre naturaleza. El taller es un museo de piezas de arte de icopor: un grupo de pastusos festeja con ruanas, sombreros  y guitarras; hay conejos, hay mapaches; indígenas de cuatro metros sosteniendo mandalas que giran. Uno clava, otro serrucha, el de más allá tiene las cejas untadas de pintura fluorescente. Papel maché, fibra de vidrio, cartón piedra, termoformado de polímeros ligeros. Salen chispas de un soldador, aire de un compresor.

El papá de Leonard Zarama es el maestro artesano de la carroza pero no está en este momento. Por eso Leonard, bajito, gafas redondas de marco grueso, barba larga bien perfilada, cabello a ras en los costados y arriba largo y peinado de lado, atiende a la gente, responde preguntas de los curiosos, da indicaciones. Su estampa parece la foto de perfil de Instagram de un hípster enfundado en un overol azul. Cuando nos ve con la cámara nos dice que en los últimos seis días ha dormido dos horas diarias, pero accede a contarnos la historia de su carroza, y la de la saga de artesanos de la que es descendiente.

Desde octubre, dice Leonard, su familia y unos colaboradores empezaron los trabajos para realizar esta obra. De primerazo me cuesta entender lo que dice: no puedo creer que en tan sólo tres meses lograran darle vida a esta tractomula colorida que, como una modelo nerviosa, espera tras bambalinas los últimos retoques para salir a la pasarela. Pero es que el resto del año nos pasamos investigando sobre la temática de la carroza, haciendo planos, generando ideas, dice el heredero del artesano. No puedo dejar de admirarlo mientras lo escucho: tiene 34 años y ha hecho todo esto. Yo tengo 34 y me sale chueca una pelota de plastilina.

Primero aglomeraron los bloques de icopor en láminas de 20, de 10, de 5 y de 15, luego lo tallaron con cuchillas y luego lo lijaron y le dieron formas. Moldearon un papel con una cola que huele feísimo y, cuando se secó, las figuras quedaron duras. Leonard dice duras y le da tres golpecitos a un águila blanca amarilla y morada: suena como madera hueca. Luego estucaron, blanquearon y pintaron. Saca pecho y la sonrisa le parte la cara mientras cuenta que su padre entró a esto por amor al arte, que lleva 36 años participando ininterrumpidamente del carnaval, que lo heredó de su abuelo, que levantó a su familia como carpintero y que lo que ha aprendido se lo enseñó la escuela de la vida.            

Explorar los detalles de esta carroza deja la boca abierta: esta obra de arte rodante es un grito de identidad que reivindica lo que éramos en este continente antes de ser colonizados. También es una boya gigante que en medio de este océano de consumo saca a flote la tenacidad del indígena actual, atesora sus tradiciones y resalta su orgullo de trabajar la madre tierra: su agradecimiento a la Pachamama.

Dicen que ya están terminando los últimos detalles, pero la muñeca indígena gigante que inicia la carroza está desarmada: la matera gigante que debe llevar en su mano derecha está en el piso, el maíz gigante está en el taller y su cabeza gigante pende del gancho de una grúa. Pero ya quedó perfecto el agujero de 20 centímetros por el que el conductor verá su paso, ayudado por una cámara de seguridad, y una cabina de sonido por la que un guía le dirá desde afuera cuando parar, girar, o retroceder.

La primera vez que uno de estos transformes andinos recorrió las calles de Pasto fue el 6 de enero de 1920. Para ese entonces ya el carnaval había trenzado las  identidades que habitaban esta cordillera: los indígenas, los afroamericanos y los españoles. Lo que inició como ofrendas en formas de cantos y danzas que los Pastos y los Quisquillas hacían al sol y la luna esperando a cambio favores agrarios, se juntó con el sabor de los negros, la calidad del arte de los artesanos andinos y los ritos adoradores españoles. Merecido entonces el reconocimiento que las Naciones Unidas hicieron de este Carnaval al incluirlo en la Lista Representativa de Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Tradición es una buena palabra para definir esta fiesta.

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Se anuncia el gran momento, la algarabía se desata como un penalti en La Libertad en el minuto 91. La primera carroza, que se enredó en los cables de la luz y detuvo el desfile, ya se liberó de la telaraña eléctrica que la atrapó. La lluvia de talco y carioca no para aunque desde el año pasado el alcalde los prohibió por decreto. Temprano decían que al mandatario le tocó echarse para atrás porque ya habían llegado a la ciudad 300 tractomulas cargadas de latas de carioca, esos orgasmos fiesteros que ahora entraron en la categoría de maltratadores del medio ambiente mientras la ciudad sigue llenándose de carros y motos que soplan humo como dragones.

En casi todas las ciudades y pueblos de Colombia, y muchos otros de Sur América, la plaza central lleva el nombre de Simón Bolívar. Pero aquí en Pasto Simón Bolívar no es el jinete rockstar salvador de oprimidos que brilla en los libros de texto. Mario, un profesor de historia de una escuela primaria, nos contó, con ojos saltones y vocalizando bien como para que no se nos olvide, que aquí la historia dejó a Bolívar parado como un matón megalómano que tiñó esta tierra con la sangre de gente buena sin más argumentos que aquí se hace lo que yo digo y punto. Por eso el parque central de Pasto, el de la farra de anoche, se llama Plaza de Nariño.

Este año la figura de Bolívar reapareció en una carroza como un grito a la oreja de la memoria colectiva. El libertador parece conducir una calavera gigante y está rodeado de demonios que le piden sangre; su mirada es diabólica. Abajo, pastusos de icopor y madera se defienden contra lo que habrá sido el ataque despiadado de un ejército de miles. Están armados con los elementos que usaban para trabajar la tierra. En el lado del conductor se extiende la representación del sector de la ciudad que bautiza la carroza: El Colorado. Fue allí,  donde hoy queda la carrera 23, que el ejército patriota al mando de mariscal Sucre redujo la ciudad al caos y masacró a la población con las prácticas más inhumanas. Ese hecho, ocurrido el 24 de diciembre de 1822, aún es recordado en Pasto como la ‘Navidad negra’. Está representado al otro lado de la carroza con detalles que narran la historia con minucia: hombres y mujeres de icopor siendo asesinados en monasterios, a la oscuridad de la noche, a manos de un ejército libertador poseído por la maldad. Los pasajeros de esta carroza están vestidos de Bolívar y tienen un sombrero con un diablito hablándoles al oído. Bailan, lanzan dulces, saludan, están orgullosos.

En esta obra del maestro Carlos Riberth Insuasty se aprecia arriba otro Simón Bolívar cabalgando un corcel que resopla humo blanco por las fosas. Con intermitencias, una máscara mecánica aparece sobre  el rostro del libertador y lo convierte en el mismísimo señor de los abismos. Con justicia, al final del día, esta carroza se alzará con el premio de 45 millones de pesos, unos 12 mil dólares, por ser la  mejor del desfile.

Leonard, que abandonó su overol azul para desfilar junto a su impecable Abya Yala vestido de indígena con una falda fluorescente, se llevará a casa el segundo lugar del certamen. Algo me hace pensar que la cantidad que reciben los ganadores no alcanza a cubrir ni a la mitad lo invertido en tiempo, materiales y esfuerzo. Pero tampoco me logro imaginar lo que se debe sentir terminar esta jornada de meses pensando bajo la ducha que saliste ganador del Carnaval. Ese es el verdadero premio.

Desfilando frente al ojo distraído, estas carrozas pueden ser simples monigotes gigantes con ruedas. Pero un mínimo de interés correrá esa cortina obvia y revelará un trabajo comunitario que en cinco kilómetros de andar deja la estela de una tradición que ha madurado con el tiempo en torno al amor por los animales, el cuidado por el planeta, la buena vida en comunidad, el valor incalculable de los niños y un afán por no dejar acallar la voz de su historia dictada a gritos macabros por colonizadores, esclavistas y matones. Entender esa expresión mixta entre el ritual fiestero y los inconscientes cimientos precolombinos, es el botín más grande que nos podemos llevar los turistas luego de esta semana de carnaval.

Venir a Pasto en época de carnaval es también una promesa de regresar. Esta ciudad de gente tan amable como apacible, enmarcada entre montañas y con un volcán vigilando su existencia siempre tan calmado como el carácter de sus gentes, es un canto que recorre el alma y llega a las raíces.

Estar sumergidos en este ritual atemporal donde los colores danzan al ritmo de la zampoña, nos hizo sentir parte de esa magia liviana y escurridiza que logró escapar a los matones de la colonia y a libertadores que aquí nadie invocó. Mientras exista el arte generacional que cada año gatea en el carnavalito infantil, rejuvenece en el canto a la tierra y anda maduro, cadencioso y pesado en el desfile magno, este Carnaval va a signar su longevidad con el paso de los siglos. Lo intangible perdura, cae parado como un gato y sigue vivo.

Que viva Pasto.

Que viva Pasto, carajo.

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