La Laguna de Iguaque es un premio que los dioses Muiscas tienen reservado a quienes se atreven a desafiar el camino que conduce a ella.

Este santuario sagrado está ubicado en la cordillera Oriental de los Andes colombianos, y se llega luego de caminar tres horas por un sendero que a veces se desvanece en abismos, y en el que escasamente caben dos zapatos juntos.

Según cuenta la leyenda, en este sitio, tuvo lugar el origen de la raza humana. Se dice que la diosa Bachué emergió de estas heladas aguas con un niño en brazos; una vez hecho hombre, este niño y Bachué procrearon siete generaciones de hijos que poblaron la tierra, para después desaparecer en la laguna convertidos en serpientes.

Esta historia, columna vertebral de nuestros ancestros Muiscas, ha hecho de esta laguna un lugar de culto y merecedor de un respeto casi religioso por parte de quienes la visitan. 

Ruta alterna, nuestra opción

Para llegar a la laguna de Iguaque, según las guías turísticas, hay que recorrer un sendero de 4,1 kilómetros, cuyo ingreso tiene un costo, nos contaron, de 15 mil pesos para colombianos y 40 mil para extranjeros.

Una vez descartado este asalto a nuestros bolsillos, decidimos emprender nuestra caminata por la parte de atrás del cerro, guiados por un campesino lugareño que nos llevaría desde la puerta de su casa hasta el borde de la laguna.

Habíamos partido en La Jebi a las 7:30 a.m. desde Villa de Leyva, junto a dos parejas de amigos que nos guiaron por el camino de una hora y media hacia el punto de partida. Nos calzamos las botas y emprendimos el viaje.

Tras cada paso dado íbamos dejando atrás el altiplano boyacense, cuyo paisaje ajedrezado en diferentes tonos de verde por los cultivos de cebolla, papa, arveja, maíz y habas, servía como aliciente para detenernos a tomar un respiro y continuar con nuestra travesía hacia la punta de aquella montaña escondida detrás del cielo.

Poco más de una hora habíamos recorrido cuando el paisaje, como si una línea invisible tuviese trazada, mutó de un bosque soleado a un helado páramo. Se dice que un frailejón crece un centímetro por año, y de repente, ante nuestros ojos, aparecían grupos de estos ancianos gigantescos frente a nosotros, tapando el sol con sus cuatro y medio metros de altura. 450 años pasaron para que alcanzaran su estatura y nosotros estábamos ahí, mínimos ante su esplendor.

A esta altura de la caminata el oxígeno era un tesoro preciado y los más de 3000 metros sobre el nivel del mar que pisábamos hacían que las pausas aumentaran. Mientras tanto don Campo Elías, nuestro guía ataviado con ruana, botas de caucho y bordón en mano, nos contaba que había subido a la laguna desde que era tan sólo un niño, que perdió la cuenta de cuántas veces ascendió hasta la cuna de los dioses muiscas, y que ha pagado caro el hecho de llevar gente imprudente hasta el santuario.

Cuando ya estábamos a punto de tocar las nubes, apareció ante nosotros esta majestuosa porción de agua, incubadora de las historias que tantas veces escuchamos en la escuela, y que aún siguen siendo reverenciadas por las generaciones de indígenas que aferran sus tradiciones a esta vida moderna.

Mi cronómetro se detuvo en 2 horas, 55 minutos y 36 segundos cuando llegamos a esta tierra sagrada a 3800 metros de altura, y en menos de 15 minutos la niebla la cubrió hasta convertirla en invisible.

En Iguaque, creer en la magia de esta laguna es opcional, pero asombrarse ante la imponencia de su entorno natural, la fauna que aparece de repente y el paisaje maravilloso que entrega, es obligatorio. No en vano a nuestros antepasados se les ocurrió que todo lo existente proviene de sus aguas.