Los buses en Guatemala tienen nombre; el que abordamos aquel domingo bajo un puente en Chimaltenango estaba bautizado por todas partes con pintura y stickers: se llama ‘Panchita’. Llegó a toda velocidad a la improvisada parada donde lo esperábamos hace más de 20 minutos y llevaba a un hombre colgado de la puerta que agitaba el brazo azarosamente. Era bajito, calzaba botas puntudas y vestía una camisa de rayas blancas y anaranjadas metida dentro del jean. No alcanzamos a preguntar por completo el destino al que viajaba y ya nos estaba metiendo casi que a empujones al interior del bus.
Panchita tiene un equipo de sonido con un volumen poderoso pero que truena con poca fidelidad. Sus bajos traquean como si estuvieran a punto de hacer estallar los parlantes y los beats del reguetón que puso el chofer dejaban la sensación de que los vidrios iban a romperse. Panchita tiene, además, una pantalla plana de 14 pulgadas colgada medio metro arriba de la cabeza del conductor.
Los kilómetros avanzaban y el viejo aparato se iba llenando a reventar de indígenas que alegaban en sus dialectos en busca de un espacio mínimo por donde pasar con sus canastas, maletas, bolsas y costales llenos de ropa, frutas, hortalizas y hasta animales vivos y muertos. Ese domingo, día de mercado, la escena transcurría mientras la pantalla plana de Panchita dejaba ver como la puerta abierta de un jet de lujo daba paso a Don Omar, que bajaba con una chica en bikini a cada lado y hacía una ‘v’ torcida hacia la izquierda con los dedos índice y anular de su mano derecha.
Lina y yo éramos los únicos extranjeros en aquel viaje y a esa altura del recorrido era imposible pasar desapercibidos. Mi camiseta de la banda de heavy metal estadounidense Pantera y los ojos verdes y piel blanca de Lina fueron el tema de conversación de las tres mujeres jóvenes que se apeñuscaban a nuestro lado. Al menos eso creíamos mientras nos miraban, hablaban en quechí y se reían. En el video, una de las chicas de Don Omar le decía mientras movía el trasero con su bikini verde fluorescente: «dale papi que estoy suelta como gabete». Muchos dialectos indescifrables en un sólo momento.
Panchita es un ‘Chicken bus’ de los cientos que cada día recorren los pueblos y serpentean las agujereadas carreteras de las montañas guatemaltecas. En su vida pasada, este y todos los buses de su especie repartieron niños gringos de sus casas a sus colegios y viceversa. Cuando cumplieron 10 años de vida o 150.000 millas de recorrido, estos aparatos fueron vendidos a Guatemala y atravesaron Estados Unidos y México por carretera para llegar a la tierra del quetzal por una segunda oportunidad en los caminos.
Luego de ser declarados muertos en tierras del Norte, los viejos y sobrios buses escolares reencarnan en poderosas máquinas con una personalidad brillante de fierros cromados, pinturas multicolores y frases religiosas pintadas por todas partes. Olvidan que antes llevaban niños pelirojos y pecosos que cantaban tiernas canciones camino a casa y ahora viajan repletos de indígenas colgados de las ventanas y subidos en el techo, truenan narco corridos a todo volumen y sus caras de transformers malvados imponen las leyes de tránsito en las calles.
Panchita, por ejemplo, recorría las carreteras a velocidades que descontrolaban nuestros centros de gravedad y nos obligaban a agarrarnos de las barras metálicas de la silla de en frente hasta que los dedos dolían. Nuestro chicken bus tenía dos filas de 11 sillas cada una. Cada silla, originalmente, fue diseñada para ser utilizada por dos niños. Pero al revivir en Guatemala nació también la sensación óptica de que en cada asiento cabría un trasero más. Lina y yo tuvimos que reducir nuestro espacio vital para apretujarnos con otro pasajero en la misma butaca.
Como era lógico, si atendíamos a las leyes básicas de la física que el ayudante del bus obviamente ignoraba, alguno de los tres adultos iba a quedar con medio cuerpo por fuera. Y esta vez me tocó a mí. Claro, al estar sentado, ese medio cuerpo sin piso se representaba en una nalga que quedaba volando, lo que dejaba entender que a las velocidades extremas que rodaba Panchita por las prolongadas curvas, tarde o temprano iba a terminar cayéndome al pasillo del bus.
Nada de eso pasó. La razón: los vecinos de la silla de al lado viajaban en las mismas condiciones que nosotros. La media nalga de la señora gorda de la otra orilla se apretaba contra la mía, haciendo que las mitades de nuestros cuerpos levitaran sobre el pasillo, sosteniéndose uno contra el otro sin posibilidad de caernos. Éramos un tetris mal acomodado, un embutido de seis personas en fila, hombro con hombro, nalga con nalga, sin opción alguna de movimiento. Igual ocurría con los de adelante, con los de atrás y con los de más atrás y más atrás.
Aún más sorprendente fue ver a más de la mitad de los pasajeros cabeceando dormidos y con la boca abierta, como si estuviesen atravesando un cielo despejado en el jet de lujo de Don Omar con sillas de primera clase.
A la hora de cobrar los 45 quetzales del valor del pasaje, el chico de las botas puntudas caminó sobre nuestras cabezas pisando las barras metálicas que rematan el espaldar de cada silla para finalmente salir por una de las ventanas de atrás y continuar con su labor arriba. Porque claro, Panchita es de un solo piso, pero también tiene espacio suficiente y una parrilla grande para llevar un poco más de gente en su techo.
Tres horas de vértigo, reguetón y apretujos después, Panchita frena para que decenas de indígenas quichés y dos viajeros colombianos bajen de sus entrañas. Terminamos el viaje como cuando una montaña rusa llega al final de sus rieles; con la adrenalina a tope y la alegría de estar sanos y salvos. Llegamos a Chichicastenango y el mercado del pueblo espera por todos nosotros. Panchita se aleja perdida entre la nube de humo negro y espeso que resoplaba su tubo de escape.
Ningún guatemalteco supo darme una respuesta de por qué a estas máquinas coloridas y con sello de identidad propio les dicen Chicken Buses; pero luego de abordar a Panchita la analogía se me hizo obvia: la forma de transportarse en estos aparatos se asemeja más a un camión lleno de pollos embutidos a su suerte que a un servicio público para movilizar seres humanos.
Es hora de disfrutar de la cultura maya viva con los pies en la tierra del famoso mercado más colorido de América. Al final de la tarde otro chicken bus se verá venir a lo lejos con su ayudante furioso agitando el brazo para llevarnos de regreso.
Quieres saber a dónde llegamos después de este viaje en ‘Chicken bus’?
Lea AQUÍ nuestra siguiente crónica