IV
Descubriendo al verdadero El Salvador
Llegamos a El Salvador bajo la presión inevitable que los medios de comunicación y la misma comunidad en sus países vecinos ejercían, pero a nuestro paso se iba desnudando una afortunada realidad que sólo quien conoce esta belleza de país puede dar cuenta. Esperábamos (sobre todo Lina, valga decirlo nuevamente) encontrar pandilleros tatuados haciendo de las suyas por doquier sin control alguno. Y no saben cuánta alegría nos daba reconocer que estábamos equivocados.
Si no ha leído la primera parte de esta historia puede encontrarla AQUÍ.
Con el paso de los días íbamos descubriendo una tierra de gente amable en exceso, que siempre se presentaba con una sonrisa de oreja a oreja y un característico “pase adelante” que lo hace sentir a uno bienvenido a cualquier lugar donde llega. Los salvadoreños son personas humildes, alegres, conversadoras y orgullosas de su país sin importar lo que se diga de él. Además, desde los niños pequeños hasta el más vejo son cordiales, serviciales y solidarios con el extranjero.
Aunque éramos nosotros los que cada día nos sentíamos más agradecidos con el buen trato que nos daban, casi a diario alguien nos sorprendía con un “gracias por venir a El Salvador”. Pareciera que cada uno a su manera se siente un embajador de su país y que gritaran con cada buena acción que ellos son una raza buena y pujante, y que fue un puñado de delincuentes y de pésimos gobernantes el que se encargó de deteriorar su imagen ante el mundo.
Nosotros comíamos pupusas como si el fin del mundo se hubiese anunciado para las próximas horas y aprovechábamos para descubrir por nuestra cuenta esta nueva cultura y sus lugares lindos. Luego de salir del taller del Grupo Q, con la Jebi recargada de poder, emprendimos camino hacia las playas del Cuco, donde fuimos invitados a descansar por un enorme hotel con cuatro piscinas, playa propia, aire acondicionado y televisión satelital.
Pero lo mejor del viaje estaba por venir.
V
Nuestro primer aniversario de viaje en familia
Tal vez no haga falta mencionar tal obviedad, pero lo que más extraña uno cuando deja todo para dedicarse a viajar es a su familia. Por eso, cada que la ley del viaje nos tiene preparado un lugar con calor de hogar, donde existen personas que nos hacen sentir parte de sus vidas, la aventura adquiere un color diferente y se empiezan a configurar los mejores recuerdos hechos en el camino.
Desde que entramos a Costa Rica, y luego de haber publicado esta nota que se hizo viral en las redes sociales, recibimos un mensaje a nuestra fan page de Facebook, donde alguien nos invitaba a pasar unos días en “El Pulgarcito de América”.
La remitente era Luisa, una colombiana que nos contaba que vive hace varios años con su esposo, colombiano también, en el mencionado lugar y nos decía que para ellos y su familia sería un gusto tenernos en su casa. Aceptamos aún sin saber que el tal ‘Pulgarcito’ era El Salvador, y desde entonces, hasta el día de nuestro encuentro, mantuvimos conversaciones virtuales con quienes en tan sólo unos días se convertirían en grandes e inolvidables amigos.
Nuestra nueva familia (que bonito se siente decirlo) eran los Torres Enríquez. La conformaban Luisa, Carlos y sus hijos Martín de 7 y Nicolás de 3 y medio. Desde el día de nuestra llegada se fue configurando una amistad casi que mágica, adobada por una admiración mutua hacia nuestros proyectos de vida y gustos compartidos por el rock n’ roll, la cultura, algunas series de televisión y cerveza en cantidades solo comparables con festivales de verano alemanes; la clorofila que le dio tanto sabor a nuestro paso por El Salvador.
Desde que llegamos la casa de los Torres se convirtió en una sola fiesta (aunque nos daba la impresión de que siempre fue así). Invitaban a sus mejores amigos y vecinos y nos presentaban como si fuésemos amigos de toda la vida, y a nosotros nos encantaba la labor de contar una y otra vez los detalles de nuestro recorrido y los motivos que nos empujaron a esta vida que hoy llevamos. Hablábamos, escuchábamos música, jugábamos ping pong y juegos de mesa. No parábamos de divertirnos.
Nuestra presencia coincidió también con las vacaciones de los niños, así que pasábamos todo el día jugando con ellos, escuchando sus historias y aprendiendo de su inocencia, su inteligencia y su carácter en formación. Salíamos los seis a almorzar y en las noches comíamos pizzas, pupusas y más pupusas, y cuando los chicos se dormían, las latas frías aparecían como si en lugar de refrigerador tuvieran un portal mágico a una dimensión cervecera inagotable.
Las noticias por esos días no eran alentadoras para los salvadoreños. Los medios de comunicación anunciaban que las maras habían decretado un paro de transporte, lo que indicaba que los conductores de buses que salieran a trabajar serían asesinados sin importar quienes fueran. Y cumplieron. En tan sólo 24 horas siete transportadores y ayudantes de buses perdieron la vida por desobedecer las órdenes de las pandillas. Todo esto generó un caos en varias ciudades debido a que los pobladores no tenían cómo desplazarse a sus trabajos y el gobierno no tenía las herramientas para garantizarle la seguridad a nadie.
Las portada de los diarios y las pantallas de casas y locales comerciales mostraban buses protegidos por agentes del Ejército encapuchados y armados con fusiles, mientras los discursos demagógicos de Salvador Sánchez (sí, se llama Salvador), un anciano que hace las veces de presidente y que permanece más en Cuba que en su país debido a su decadente estado de salud, mostraba la incapacidad de las instituciones por sacar al pueblo de semejante flagelo.
Mientras eso ocurría nosotros pasábamos días tranquilos sin movernos de la casa de los Torres, preparando un especial de aniversario con reflexiones, datos curiosos y fotografías lindas de nuestro primer año como viajeros; y claro, disfrutando del cariño y la compañía de nuestros amigos.
¿Quiere ver nuestro especial de aniversario? Sólo tiene que dar click aquí.
Y cuando el calendario marcó el sexto día de agosto de 2015, celebramos con un delicioso pastel de queso y todos nos cantaron el cumpleaños feliz. No se alcanzan a imaginar la emoción y la mezcla de sentimientos al sabernos tan lejos de casa y al mismo tiempo tan queridos por cientos de personas que nos acogen en sus hogares y nos alientan a seguir con este sueño a través de esta página que usted está leyendo.
VI
De aquí para allá
Y como esto se trata de viajar y viajar, los Torres se unieron a nuestra dinámica andariega y nos llevaron a conocer las maravillas que su país adoptivo tiene para ofrecerles a los visitantes. Siempre los seis, en familia, fuimos a lugares como el hermosísimo lago Coatepeque, catalogado como uno de los más bellos del planeta y al cual llegamos en un día soleado y con pocas nubes, cómo si semejante belleza estuviera esperando para posar ante nuestros lentes viajeros.
También viajamos a las playas de La Libertad, donde recorrimos el muelle turístico repleto de gente disfrutando de las famosas Fiestas Agostinas de vacaciones y visitamos un pintoresco mercado de pescados y mariscos. Nos refrescábamos del calor infernal tomando frozens de frutas y, por supuesto, la infaltable cerveza Golden.
Capítulo aparte en nuestro viaje por El Salvador merece el día en que subimos hasta el cráter del volcán San Salvador, escoltados por una patrulla de policías enviada por el comandante de Policía de Turismo, vecino de nuestros nuevos amigos. Ese día, soleado como casi todo el año en el país, fuimos en La Jebi con Luisa y los niños hasta El Boquerón, un mirador desde donde se puede observar el milenario cráter que dejó la explosión del gigantesco volcán que vigila silencioso a San Salvador, la convulsionada capital.
Tratamos de disuadir por todos los medios a don Víctor, el comandante, de enviar los escoltas a acompañarnos a ese o cualquier otro viaje. No sólo no lo creíamos necesario, sino que pensábamos que dada la convulsionada situación que estaba viviendo el país esos recursos podrían ser invertidos de otra forma. Además, si queríamos pasar desapercibidos, andar escoltados no era precisamente una buena estrategia. Sin embargo, fue tanta la insistencia y la buena intención que terminamos viendo el hecho como un gesto de amabilidad y decidimos aceptarlo honrados.
Fuimos al museo del volcán donde conocimos la historia y nos probamos trajes típicos de época. Y rematamos la aventura tomando café y comiendo delicias locales en un par de restaurantes preciosos con vista a la ciudad. Los policías, amables como buenos salvadoreños, seguían nuestros pasos y conversaban con nosotros en cada parada sobre viajes y sobre la situación de su país. Como podrán imaginarse, estábamos de idilio con El Salvador y con nuestro nuevo hogar.
VII
Los pueblitos coloridos y el primer acercamiento con los Mayas
También hicimos viajes solos, por supuesto. La vida de nuestros anfitriones debía seguir su curso y no toda la semana podían estar paseando y pasar de farra con los viajeros invitados. Así que de vez en cuando encendíamos La Jebi y buscábamos algún destino para conocer.
Nos adentramos en los pequeños pueblos del interior del país y nos maravillamos con la belleza y las tradiciones culturales que tienen para ofrecer. En cada lugar la gente nos daba la bienvenida y sin que preguntáramos nada remataban con un “tranquilos que este pueblo es seguro, aquí no les va a pasar nada”, de lo cual no nos quedaba ni la menor duda. Recorrimos la famosa ‘Ruta de las flores’, conformada por pequeños poblados como Salcoatitán, Aguachapán y Concepción de Ataco, donde encontramos sabores exquisitos en ventas de quesadillas calientes, yucas fritas y sancochadas y, por supuesto, las infaltables pupusas.
Nos internamos en sus mercados, sus iglesias, sus parques y disfrutamos de su idiosincrasia pintada con colores vivos en las paredes y con artesanías colgadas por doquier.
Además visitamos las ruinas de San Andrés y la Joya de Cerén, dos de los descubrimientos precolombinos que existen en El Salvador. Este viaje tuvo un significado especial, pues fue nuestro primer acercamiento al mundo Maya que estábamos por descubrir en Guatemala y México.
VIII
La triste despedida
Desde el día en que cerramos la puerta de nuestra casa para iniciar este largo camino supimos que el lado triste de esta aventura va por cuenta de las despedidas. En esta ocasión tratamos de postergarla, pero inevitablemente el viaje tenía que seguir.
Un día antes de nuestra partida fuimos a visitar a Ana María, una amiga de nuestra ciudad que recientemente se había casado con un salvadoreño y hacía pocas semanas se había radicado en San Salvador. Pasamos la tarde con ella y en la noche cenamos con su esposo, un tipo amable, alegre y conversador que me regaló la camiseta de la selección nacional para que nunca me olvidara de su país.
Y fue ese justamente mi atuendo la noche siguiente para la velada final con los Torres y sus amigos. Vale uno de los chicos que conocimos en casa de Carlos y Luisa, nos brindó una exquisita cena vegetariana en compañía del grupo de amigos con el fin de semana anterior habíamos pasado días increíbles en la playa El Zonte.,
Abrazos, gracias eternas y hasta lágrimas hicieron parte de la mañana siguiente. Acto seguido, La Jebi rodaba hacia el norte del país rumbo a su próximo destino: Guatemala.
En el camino, Lina y yo hablábamos sobre las dos grandes enseñanzas que nos dejó este increíble viaje. ¿Puede ser tan mala la fama que los medios y los rumores hagan de un lugar que lleguen al punto de convertirlo en indigno de ser visitado? La respuesta que El Salvador nos dio fue un rotundo no. Pero yendo más allá, llegamos a la conclusión de que esa mala fama fue la que convirtió a Colombia, ese paraíso donde tuvimos la suerte de nacer, en un lugar vetado para los viajeros durante décadas. Y que ha sido justamente la llegada masiva de turistas la que se ha encargado de quitar el velo negro que ocultaba al mundo las maravillas de nuestro país.
Ese, decíamos, podría ser el primer paso para que El Salvador y su gente empiecen a salir del agujero negro en el que los hundió la violencia, la corrupción y la incompetencia de quienes descaradamente siguen mamando de la teta pública.
Y hablando de Colombia, la segunda reflexión a la que llegábamos es que donde haya un colombiano siempre vamos a tener una mano amiga. Y donde hayan colombianos como Carlos y Luisa, o como Fabián, el gran amigo que dejamos en Nicaragua, siempre el nombre de nuestro país va a quedar en buenas manos. Y es nuestra labor, desde nuestra posición de viajeros, aportar un poco a lo mucho que ellos como inmigrantes han logrado.
La nueva frontera apreció ante nosotros. Chao El Salvador, no te vamos a olvidar