I

La noche de su cumpleaños número 50, Robinson Matos durmió a la intemperie con su familia. Esa, la del sábado 13 de diciembre, fue una noche atípicamente lluviosa en Cartagena. Junto a su esposa y sus dos hijos, Robinson tuvo que improvisar una cama de tablas en la parte alta de la loma donde viven y  se cobijaron de pies a cabeza con un plástico para no mojarse. Pegar el ojo fue tarea imposible. El día siguiente para esta familia que sobrevive a la pobreza extrema empezó a las 2:00 a.m.

Robinson es un costeño negro de cabello blanco y músculos tan definidos como los de un muñeco GI Joe. Trabaja como albañil desde hace 35 años y es una de las 60.000 personas que viven en condición de pobreza extrema en Cartagena.

Hasta el día en que celebró medio siglo de su natalicio, su casa, si acaso a eso se le pudiera llamar casa, estuvo construida con palos podridos clavados a pedradas, paredes de cartones y letreros de plástico sacados de la basura de los supermercados;  todo esto techado con latas que se recalientan como una parrilla bajo el sol.

II

A Rosa Arango la vida le ha asestado golpes certeros durante sus 47 años. Ha caído al ring en muchas ocasiones y no termina de levantarse cuando de nuevo otro porrazo, más duro que el anterior, golpea su existencia.

Hace 10 años arribó a Cartagena desplazada por la violencia en Rionegro, su pueblo natal, luego de que amenazaran de muerte a su esposo por haber visto algo que no debió. Llegó a tierras caribeñas con dos costales y cuatro cajas como únicas pertenencias, y no tuvo otra opción que buscar un asentamiento subnormal para levantar un rancho donde resguardarse del inclemente sol con su esposo y sus dos hijos menores, porque el mayor la abandonó a su suerte.

Cinco años después el cáncer de tiroides llegó a su vida y desde entonces su salud no ha sido más que ires y venires de dolencias, cirugías y quimioterapias. Sus padres murieron cuando ella apenas se recuperaba de una dolorosa y delicada intervención. Tuvo que dejar su trabajo como empleada del servicio por recomendación médica. No puede recibir emociones fuertes. No le puede dar calor, aún en los más de 38 grados que azotan a Cartagena. Pero Rosa Arango no para de sonreir.

III

Es sábado y la hoja del calendario de diciembre indica que sólo faltan 18 días para que finalice el 2014. Empiezan a aparecer los primeros rayos de sol en el barrio Girasoles de Bethel, en Cartagena, y lo primero que dejan ver es a un ejército de más de 50 muchachos armados con palas, hoyadores, azadones, porras, martillos y cualquier otro elemento de construcción que alguien se pueda imaginar.

Lina y yo engrosábamos esa larguísima fila de voluntarios de la Organización Techo Colombia uniformados con camisetas blancas. Durante dos días, ayudamos a mejorar las condiciones de vida de Robinson, de Rosa y de cuatro familias más, construyendo seis viviendas de emergencia para mitigar la situación de precariedad extrema en la que vivían. 

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Llegamos al barrio Girasoles de Bethel la noche anterior a las construcciones. Lina y yo fuimos separados para trabajar en grupos diferentes y durante la noche conocimos a nuestros compañeros de ‘cuadrilla’, como son denominados los equipos de constructores dentro de la organización Techo Colombia. Todos dormimos dentro del salón de una escuela acondicionado para albergarnos en colchones inflables que cada persona debía llevar.

Antes de las 6:00 a.m del nuevo día ya estábamos en el lugar donde 1200 familias buscaron la forma de levantar un rancho a su manera. Con madera, latas, cartones. Sin pisos, sin baños, sin agua. Algunos con energía eléctrica que llega a través de delgados cables que ellos mismos pelan y añaden. Uno, tras otro, tras otro.

No hay vías. Los niños corren desnudos por las calles polvorientas. Huele a mierda humana. Hay muchos perros raquíticos, heridos  y enfermos, que les ladran y lanzan dentelladas a los burros. Se sabe que de lado y lado hay pandillas, pero poco se dice, nadie se mete.

Desayunamos cada uno con nuestras familias. Pero antes de empezar, dos sucesos simultáneos marcaron el inicio de nuestra jornada: Mientras Robinson soplaba las velitas del pastel que los chicos de mi cuadrilla le llevaron, la señora Rosa sufría un desmayo debido a la fuerte emoción de saber que al día siguiente tendría casa nueva. La pobreza es así, una máquina que la vida tiene para improvisar con algunos seres.

Durante dos días trabajamos sin descanso. Cada jornada era una lucha contra el sol inclemente de Cartagena, contra la sed, contra la idea de cómo estas personas pueden sobrevivir de esa forma mientras a menos de 20 minutos el derroche cartagenero no para de desbordarse. Pero teníamos una misión que cumplir, y lo hacíamos pintando, serruchando, clavando, cavando hoyos para los cimientos de las viviendas, conociendo gente, haciendo amigos… viviendo nuestro viaje.

 

IV

Todo el tiempo en Colombia se habla de la pobreza extrema y la inmensa brecha social que existe en Cartagena, una ciudad donde famosos como Shakira tienen casas, por hablar de nuestro tema, de 2 millones de dólares, mientras más de 330.000 de sus habitantes viven con menos de 2 dólares al día.

La ciudad de los grandes hoteles y las playas hermosas. De las murallas, los yates y las fiestas más caras del país. La que en la Cumbre de las Américas de 2012 se gastó 97 millones de dólares  atendiendo a Obama y a sus colegas, y hoy no tiene parques ni vías que descongestionen el tráfico. La de la champeta. La de las pandillas. La del rebusque que te asara y no te deja tomar el sol tranquilo.

Nos recibió la Cartagena que no aparece en las revistas ni en los videos de turismo. Vamos en busca de realidades. Nos encontramos con submundos. La vida se está despojando de sus disfraces frente a nuestro viaje.

Al final de la jornada, cayendo ya la noche del domingo, entre lágrimas las familias agradecieron nuestro trabajo. Luz Marina, la esposa de Robinson, quien me contó que desde hace más de 35 años no ve el mar, me dio un abrazo y me dijo que gracias nuestras manos no sólo levantaron esa casa de madera de seis metros por tres de ancho. Esa noche nacieron nuevas promesas de cambio en su vida; y seguramente en las de las otras cinco familias. Y en las nuestras, claro.

Lea aquí la segunda parte de nuestro especial La otra Cartagena: Navidad con los niños de Tierrabomba, el infierno paradisíaco