Si La Jebi hablara, si tan sólo pudiera contestarnos a una pregunta, seguro le pediríamos que nos cuente cuál ha sido su secreto para presentarnos tantos amigos durante esta aventura desprovista de rumbo a la que la sometimos desde hace 4 años. Tendría que revelar cómo es que ha logrado que su blanca presencia sea un imán para que tantos completos desconocidos hayan pasado a integrar esa familia gigante que tenemos regada por toda América Latina.

La primera vez fue en Villa de Leyva, cuando La Jebi nos presentó a Ela, una actriz y bailarina santandereana que en 2014 compartía su vida con Chepe, un pintor caleño de manos prodigiosas que saben cómo tratar bien un pincel. La Jebi, estacionada una calle más allá de la Plaza Central, no solo atrapó la curiosidad de Ela si no que la hizo esperar a sus ocupantes para invitarlos a su casa en esa noche tan fría.

Era una de esas veces en que los nuevos anfitriones no tenían un cuarto de huéspedes pero sí un estacionamiento grande y ganas de compartir historias con los recién llegados. Entonces La Jebi, parqueada en un lote baldío, se convirtió en una extensión de ese hogar en el que permanecíamos en el día para terminar las noches durmiendo al interior de la aún recién estrenada casa rodante. Estrella dormía bajo La Jebi, una perrita criolla que se despertaba al escuchar nuestros primeros pasos. La Jebi la calentaba.

Con Ela, Chepe y otros dos amigos, salimos de viaje hasta la laguna sagrada de Iguaque, la cascada La Periquera y fuimos a dar juntos hasta Santander. Y dormimos afuera de la casa de la mamá de Ela. En La Jebi, si señores.

Porque aunque esta Renault Kangoo 2007 se haya creído una 4×4 subiendo la cordillera de los Andes en Ecuador y Colombia, haya atravesado el mar dos veces en un crucero y encerrada en un container, haya recorrido 12 países sin una sola multa ni un solo accidente, haya sido olfateada por jaurías de perros drogadictos que la escarbaron por cada uno de sus fierros colombianos, aunque nos ha servido de cama y cocina cientos de veces o haga que todo el que la conoce quiera tomarse una foto con ella, aun así, su súper poder es el de hacer amigos: y animarlos a dar un paseo por fuera de la rutina, viajar con ellos, ayudarles a llevar cosas en un trasteo, que si lleva a mi hermano que va para Armenia mañana, que si me lleva la perrita al control de la cirugía en Monterrey. Llevar el mercado, atender a la confianza suma de recoger sus niños en el colegio.

Es que lo hace ver tan fácil. Haciendo el único esfuerzo de existir pegoteada de stickers que dicen Renunciamos y Viajamos y una actitud que grita rock and roll a kilómetros de distancia.

Si hablara tendría que explicarnos cómo hizo para que, luego de mirarla una sola vez, un empresario nos invitara a estrenar un hotel en Medellín, o cómo fue que logró que un hombre nos persiguiera en Jardín, Antioquia, para entregarnos las llaves de un apartamento para nosotros dos, para que tuviéramos un lugar dónde bañarnos y dónde cocinar algo.

Y ojalá se alargara la conversación con La Jebi, si La Jebi hablara. ¿Se imaginan cómo era su vida antes de Renunciar y Viajar? Porque La Jebi, cuando era anónima, antes de convertirse en nuestro primer carro, vivió rodando por las calles como un vehículo repartidor. Recorría los rincones de Cali llevando algo de aquí para allá, una y otra vez. Algo que no sabemos qué pueda ser. ¿Rosas o cervezas? ¿Pan o jabón? ¿Discos piratas de salsa, chontaduros o almidón de yuca para pandebonos? Curiosidad titánica. Pero La Jebi pasó a mejor vida: renunció y viajó.

La Jebi se llama La Jebi, ya se los hemos contado, porque somos dos fanáticos irredentos del heavy metal y quisimos bautizar nuestra mini casa rodante rockera así, pero en español. La Jebi. Y muchos le dicen La Yebi, pero nosotros no le vemos cara de Yebi por ninguna parte.

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Primera foto de La Jebi, Lina y Andrés (Febrero 2014)

Una vez en una casa en Alajuela, Costa Rica, una amiga nos dijo que qué increíble lo que se puede lograr en un carro lleno de stickers. Y eso que en esa época no tenía tantos. El camino ha tatuado esta historia en sus latas con calcas que evocan recuerdos como chasqueando dedos: de otros viajeros, banderas de 15 países, logos de hostales, hoteles, academias de buceo, talleres de mecánica, motociclistas, ciclistas, viajeros con perros, cuerpos de bomberos. Oficinas de turismo. El logo de la fábrica de dulces de tamarindo del papá de María José, la chica que nos hospedó a través de Couchsurfing  en San Luis Potosí, México. El de la empresa de baterías que nos regaló una batería nueva para que el interior de La Jebi tuviera luz y pudiéramos cargar las cámaras o vernos una serie en la noche. El escudo del América de Cali. Un mapa de Colombia diseñado en líneas con la inscripción SOMOS COLOMBIA.

Viajar en carro, eso que tantos nos auguraron como un peligro inminente, como una complicación burocrática en cuatro ruedas, a nosotros nos sumergió de cabeza en un océano de hospitalidad que de otra forma no hubiésemos podido conocer. Sin La Jebi tal vez no hubiésemos conocido a Rodrigo, el mecánico de Ixtapalapa, un suburbio dizque peligroso de Ciudad de México, que nos invitó a su casa para hacerle un mantenimiento gratuito a La Jebi: Kit de distribución con bomba de agua, correa de accesorios, bujías, bobinas, cambio de aceite y filtros, cambio del buje de la barra estabilizadora. La Jebi diría cuánto nos costó aprender todos esos términos, cuán difícil fue entender cuando pedía que paráramos un poco de andar. Ixtapalapa, tan peligroso que lo pintaban, y hasta allá llego La Jebi para salir rodando como nueva. Se supone que cuando a uno lo van a robar le quitan, a nosotros nos dieron todo esto. Ixtapalacra, le dicen.

No siendo poco todo aquello, Rodrigo nos invitó a comer las delicias chilangas que prepara su madre, y un domingo nos llevó a conocer las pirámides de Teotihuacan, y otra tarde a navegar en trajinera sobre las aguas de Xoximilco con cerveza y enchiladas incluidas.

O la pareja que bajo un aguacero bíblico en Ciudad de Guatemala nos cerró con su camioneta y nos llevó a dormir a una casa de tres pisos amoblada y con la nevera llena para nosotros solos, dentro de un country club con piscina climatizada y gimnasio. Llevábamos dos horas de haber entrado al país. Ya los vigilantes saben quiénes son ustedes y que son nuestros invitados.

Y los indígenas que nos empujaron cuando nos enterramos en el desierto de la Guajira mientras un turista buena gente nos jalaba con su camioneta 4×4. O la vez que un canadiense, luego de ver el carro casa del interior de La Jebi, nos dio US100  y una brújula a cambio de una postal, porque creyó que justo ese día habíamos llegado a contarle una historia de gente de la vida real que viaja porque viajar es su sueño y los sueños hay que hacerlos realidad es en esta vida.

Y ahora La Jebi sale en la portada de un libro de viajes, nuestro libro de viajes,  que cuenta todas esas historias. Y ha salido en los periódicos , en los noticieros, ha sido invitada a ferias de automóviles de sus fabricantes en otros países. La hubieran visto toda brillante en Palmira el día del lanzamiento de nuestro libro, afuera del teatro que se llenó con más de 350 personas que querían escuchar esas historias. ¿Qué diría si hablara?

Que se convierte en un horno cuando hace calor y en un congelador cuando hace frío. Pero dormir dentro de La Jebi en una noche fría es mejor por aquello del calor humano y las cobijas felpudas. En el calor es insoportable, el ventilador apenas presta con qué respirar. Que ha llevado hippies, indígenas, un surfista alemán con todo y tabla, a una modelo gringa y a su novio uruguayo director de cine. Niños, perros, mercados. Que nos gusta tener espacio para llevar a quién lo necesite. Que nos gusta viajar con otros viajeros, como cuando viajamos con Lina de Patoneando, Ferney y Jagger de Viajando con Jagger, Osquillar de Nuevo Ciclo, Yamila y Linda de Linda Guacharaca, Germán y Jessi de Cinemandante, Natalia de Cuentos de Mochila, Miri y Pedro de Mi Anhelo es Viajar, Juan David de TuWeb.co, Nico y Lola de Kombi Pal Norte, Alexandra y Adam de Viaja Bacano. Con todos ellos hemos sumado kilómetros con el estéreo tronando el rock and roll de la casa. La Jebi ha sido un símbolo de hermandad sobre ruedas.

Una vez, en un encuentro de viajeros al que nos invitaron en Putumayo, hubo una romería de mochileros que querían conocer a La Jebi por dentro, no a nosotros. Esa estaría dentro de las historias que no dejaría de contar.  También que estuvo estacionada junto al camión maltrecho de los campesinos cebolleros que nos adoptaron en las montañas heladas de Boyacá, y al lado del jaguar XJS descapotable de Max, el millonario holandés que nos puso a vivir como reyes en Panamá. Porque la hospitalidad no tiene fronteras ni estrato social.

Foto de Juan David Tellez, de tuweb.co

Haría ronda con fogata y cervezas para contarles la historia de aquella noche que dormimos los tres en Tikal, la ciudad más mágica de todas las construidas por los Mayas. Solos absolutamente, cielo guatemalteco tan estrellado. Fogata y cervezas frías para todos, pero ella no mezcla alcohol con gasolina. Y haría énfasis para repetir que estábamos solos en medio de esa selva, junto a esas pirámides sagradas, con tanto amor emergiendo de esa ciudad de misterios enterrados. La Jebi, Lina y Andrés.

Eso sí, ni aun hablando La Jebi les contaría los secretos insondables de amores, peleas, lágrimas y otras perlas que entre los tres guardamos herméticos y sin caja negra. Pero sí les diría lo que significa viajar lento, a la velocidad del paisaje, sin que un avión sobrevuele las experiencias del camino. Como la vez que unos policías mexicanos nos perdonaron una infracción a cambio de un par de postales viajeras, o cuando un camionero nos dijo en Nicaragua que  una pandilla Salvadoreña nos iba a dar bala porque no les iban a gustar los stickers de La Jebi.

Viajar lento, a la velocidad del paisaje. Cruzar ríos en planchones. Cruzar ciudades en cama baja. Que otro te arrastre durante horas con una soga y los frenos se pongan duros. Que en Nicaragua te chucen la rueda con un cuchillo para ofrecerte ayuda y después robarte. Que en el estacionamiento de un supermercado en Nicaragua te des cuenta de que estás pinchado con un corte de cuchillo en la llanta.

La Jebi frente a un grafiti de la Mara Salvadrucha, El Salvador 2015

Es buena para esperar cuando no podemos llevarla. Encendió al primer intento luego de dos meses parqueada en Cartagena mientras nosotros nos patoneábamos Cuba de punta a punta. O cuando la dejamos en casa de Juan Esteban, un diplomático colombiano en Ciudad de México, y volamos a casa después de dos años de viaje para sorprender a nuestras familias. No importa qué tan lejos vayamos ni cuánto tardemos separados, desde que pusimos en marcha a La Jebi por primera vez, siempre va a estar lista para un viaje más.

Por estos días no se deja ver tan invulnerable como de costumbre. Es que los kilómetros no llegan solos. Estuvo varada cinco días en medio de una montaña y para poder repararla gastamos hasta el último centavo de nuestros ahorros. Y dormimos los cinco días en su interior inerte. En el taller levantado al borde de un precipicio en las carreteras de Nariño, Colombia, con unos atardeceres preciosos que nos oyeron maldecir la suerte del viajero varado. Gracias a todos los que a través de las redes hicieron tantas cosas y mandaron tanto apoyo para poder salir de aquella.

Ya rodó esas y otras tantas montañas para llevarnos a concretar todos los planes que tocan la puerta de nuevos destinos. Ahora nos toca a nosotros jugar todas nuestras cartas para que La Jebi nos acompañe.

¿Y a ustedes, nuestros lectores, qué creen que les diría La Jebi, si los conociera? Por favor cuéntennos en los comentarios.

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